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La pluma invisible del corrector

La pluma invisible del corrector Un interesante apunte de Andrea Estrada (coeditora de la imprescindible Páginas de Guarda) en Página/12, sobre la responsabilidad del corrector de estilo, cuyas virtudes, paradójicamente, sólo pueden mostrarse en una sempiterna negritud.

¿Corrector o corruptor?

Por Andrea Estrada *

A nadie le gusta que lo corrijan, porque corregir es como decir la verdad. Y salvo los chicos, que en general suelen tomar con naturalidad –o indiferencia– los cartelones rojos de las maestras, y los locos –ajenos a todo barbarismo lingüístico, y de los otros–, ni siquiera nuestros parientes aceptarían cambios en sus textos. La otra razón es que, a veces, y aunque parezca paradójico, los correctores operan como verdaderos “corruptores”. ¿Por qué? Porque rebosantes de entusiasmo no pueden evitar caer en la sobrecorrección y la ultracorrección. Si sobrecorrigen, intervienen desacertadamente en los textos ajenos, pues no lo hacen para modificar los errores, sino simplemente por una cuestión de preferencia personal. De la misma manera, si ultracorrigen, también corrigen lo que está bien o, para ser más exacta, realizan una trasposición errónea de la normativa vigente. Es lo mismo que hacen los hablantes cuando para evitar formas como “Pienso DE que es injusto”, suelen decir “Me doy cuenta (DE) que no tengo razón”, quitando el de, que en este caso es correcto. Pero nada de esto invalida el trabajo del corrector, cuya obligación es corregir los errores, aunque algún damnificado se enoje. Quizá la clave para que la corrección no sea vista como un acto soberbio y autoritario, ejercido desde la desventajosa posición de alguien que sabe mucho, pero cuyo conocimiento no sirve para mostrar ni mostrarse, radique en el buen criterio personal para interactuar con editores y autores. Porque corregir es un trabajo oculto, invisible y, por eso mismo, ingrato. Parecido, si se me permite una comparación con el fútbol, al del buen árbitro: debe pasar desapercibido. De allí que muchos escritores consagrados sólo confiesen haberse dedicado a la corrección, a la hora de revalidar su título de “buen intelectual”. Como Rodolfo Walsh, corrector de pruebas de Hachette, Andrés Rivera, o Truman Capote. O incluso Guillermo Cabrera Infante, cuya tarea de corrector de la prolífica escritora española de novelitas rosa –“la inocente pornógrafa”, como él mismo la llamaba– resultaría determinante para su posterior dedicación a la escritura. Este hecho viene a corroborar dos cuestiones: la primera, que no es cierto que a los escritores no se los corrija; la segunda, que a los conocimientos, la minuciosidad y el talento de un corrector tal vez se deba el éxito de una obra, un escritor y un sello editorial. Y si no, pregúntenle a Corín Tellado.

5 comentarios

Andrea Felsenthal -

Me alegra mucho leer este artículo porque como correctora a veces se me presenta esa disyuntiva entre corregir todo, reescribir, reimprimir mi propio estilo en algo que no me pertenece. La pregunta es siempre ¿hasta dónde?

Juan L. Blanco Valdés -

He incluido una referencia en mi blog "Fragmentos da Galaxia" a "Addenda & Corrigenda". Le invito a visitarme en fragmentosgutenberg.blogspot.com
Saludos y enhorabuena por el blog.

Pilar Chargoñia -

Corregir a algunos autores puede ser un verdadero placer, una fuente de enriquecimiento mutuo. Corregir a otros puede resultar estéril y agobiante. Un escritor que sienta el regocijo de escribir valorará siempre la tarea de quienes tienen frente al texto la distancia emocional de la que él carece. Ese escritor distinguirá perfectamente entre un corrector bueno y uno mediocre, le resultará fácil establecer las diferencias: un buen corrector de estilo (aunque el estilo resulte incorregible, como dice Enrique Gómez Oliver, a mí me sirve para aclarar mi deseo de trabajar en correcciones de textos literarios) reconoce los recursos expresivos del lenguaje y sabe que, en última instancia, la palabra definitiva la tendrá siempre el autor o el editor.

Enrique Gómez Oliver -

Como el peluquero que siempre estará más cómodo si —en lugar de un espejo y su propia mano en las tijeras— va con algún colega a hacerse cortar el pelo, me siento más seguro leyendo las correcciones y oyendo los argumentos de mis correctores, que publicando “en seco”, sin revisar. Realizan una lectura especializada, desgranan el texto con sus propios utensilios y me devuelven las inquietudes, sueños y perspectivas que en mi trabajo solitario no habría podido ver nunca por mi cuenta. No me basto a mí mismo, jamás, para nada: soy un aprendiz de la lengua en cada letra. Ellos, mis correctores, me ayudan a cumplir el compromiso que asumo con esta extravagancia de escribir. Es más, reciben una paga por corregirme, ni mis padres tuvieron este privilegio de la paga, son por lo tanto caros y queridos: mis primeros lectores, prestados por la editorial. Lector de entrenamiento, bienvenido. Sería de burros no gustar y no buscar el cuchicheo de sus tijeras. No son correctores de estilo (el estilo es de suyo incorregible), yo los veo más bien como los “peluqueros” de la lengua, los tratacallos, los pediatras, los terapeutas, los boticarios del idioma, nobles, sagrados, odiados y queridos.

noemi -

En efecto, en ocasiones es desagradable "someterse" al corrector de estilo, porque no entiende que algunas inflexiones o usos del lenguaje tienen que ver mas con la poética que con lo "correcto".