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25 476 escobazos

Quizá porque la Academia ha tenido en los últimos años una clara imagen de casposa —en su imagen pública predominaba reírse del güisqui y preguntarse con alharacas por qué no daba cobijo a tal o cual coloquialismo rabioso o anglicismo informático—, esta ha ido concediendo sus últimos sillones difuntos a articulistas que escriben con regularidad en la prensa dominical. Como en un modelo ejemplar de simbiosis, ellos se benefician del prestigio de la institución —raro prestigio el de lo rancio, pero que no da menos peso en las balanzas— para vender novelas o conferencias con faja y pedigrí; y a la insti, pues la prensa la critica un poco menos, siempre que acometa un lavado de imagen con su tantito de reconcome, o de atrición, si es que era ese el tecnicismo. Siempre que barra un poquito o al menos lo haga ver.

Yo entiendo que valía más mandar a la prensa a lavarse los calzones, que falta le hacía y le hace, y seguir siendo un maestro de vara, casposo, pero coherente y por ende respetable. Ahora ese ex maestro se parece más a aquellos deportistas que, de tanto no meter goles ni acertar con los reveses, se pasaban a vender implantes contra la calvicie. Caspa o bisoñé láser, yo vuelvo a quedarme con la caspa.

La cuestión de cómo debe ser un diccionario académico estaba resuelta por su misma historia: era un diccionario prescriptivo; no de uso, sino indicativo de lo que la Casa consideraba correcto. Es decir, válido para resolver dudas, para determinar soluciones, para vestirnos el disfraz de revolucionario y denunciar su falta de apertura a los nuevos tiempos, para planchar las hojas del herbario, para seguir usándolo al par que la obra maestra de doña Moliner, para recordar que (nos guste o no) la aristocracia está siempre vigente bajo una u otra forma, para caer mal como todo aquel que representa a la norma. Criticable, pero definido y, por tanto, útil. No hay fútbol sin árbitro y no hay justicia sin jueces, según prefieran la reflexión más lúdica o la más altisonante. Dejémoslo en una palabra: era la Autoridad.

Ahora su diccionario es un chiste, un árbitro vestido con la falda de lo políticamente correcto y un juez que hace votar a la sala si al reo habrá que condenarlo o mejor no. ¿Es exagerado lo que digo? Sí, claro que lo es. Pero como en el primer párrafo de la edición más reciente ya da vergüenza la desvergüenza de la docta Corporación, qué menos que el derecho a la pataleta. Veámoslo; así es como termina el párrafo inicial de su Preámbulo:

«Atenta a la evolución del uso, la Academia va revisando de continuo las entradas del Diccionario para prescindir de aquellas que han perdido vigencia y que, por su naturaleza, tienen mejor acomodo en el Diccionario histórico. De los 83 014 artículos registrados en la anterior edición han sido suprimidos, por ese u otros conceptos, 6008, al tiempo que de las 154 480 acepciones de lema se ha prescindido de 17 337, y de las 23 882 formas complejas se han eliminado 2131. Todo ese material queda, naturalmente, accesible para su consulta en el Nuevo tesoro lexicográfico editado por la Corporación.»

Solo señalaré tres cosas al respecto de estas frases de pulcra apariencia. La primera, la puñetera obsesión por hacerse con el prestigio —este sí de peso en oro— del diccionario de uso de María Moliner. La segunda, que ese Diccionario histórico sigue inédito y no hace precisamente poco que echó a andar, por ser lo menos mordaz posible con la desgraciada historia de un intento lexicográfico que murió sin ver la letra D y que no se espera reviva antes de 2019. La tercera, que la «natural accesibilidad» del Nuevo tesoro se limita a quien disponga de un ordenador más 196 € o una conexión estable a la red, algo que datos en mano no resulta de tan «fácil acceso» ni en toda España ni en toda América.

Pero mi sorpresa es en el fondo más sencilla: ¿Tanto molestaban los arcaísmos en quien no obstante sigue definiendo el mundo con términos que en paz descansen: «mujer de su casa. La que con diligencia se ocupa de los quehaceres domésticos y cuida de su hacienda y familia»? ¿Es de veras preciso barrer —y haciendo gala y matemática de los escobazos— las voces desusadas, las que ha dejado atrás la técnica, las que eran vida cotidiana de quienes hablaban nuestra misma lengua hace trescientos años? ¿No es más sencillo precisar su carácter de tal arcaísmo o, a poder ser, los siglos de vigencia de la acepción?

Para responder a eso, veamos cómo lo resuelven otros diccionarios. Cuando uno quiere saber qué significa copesmate en el verso de Shakespeare «Misshapen time, copesmate of ugly Night», es probable que un anglohablante no baste para sacarnos de la duda; la voz ha perdido su vigencia. Pero puede consultar el Webster’s, que le indicará bien: «socio, amigo, compañero [Obs.]» Es voz obsoleta; sabe que cuando hagas amigos en inglés, no les podrás llamar copesmate sin que te miren raro. El diccionario cumple su doble función sin más problema: resuelve la duda y precisa la vigencia de la acepción. Naturalmente, también podemos consultar el Shakespeare Glossary de C. T. Onions, accesible en cualquier biblioteca filológica; pero ¿eso es razón para omitir la entrada del Webster’s?

El New Shorter Oxford Dictionary lleva la precisión al extremo, sin necesidad de barrer: copesmate es una variante extinta de copemate, que surgió a mediados del siglo XVI y, en sus diversas acepciones, tuvo vigencia hasta no más allá de mediados del XVIII. ¿Es un mal modelo el New Shorter para una Real Academia?

Lo mismo ocurre si queremos saber qué es la Allongeperücke que lleva el barón Hüpfenstich en uno de los relatos de Brentano. El Wahrig —un diccionario que se encuentra en cualquier librería alemana— nos explica sin más que es una peluca con rizos largos, propia de los siglos XVII y XVIII. Te digo lo que es y, de paso, que la pedirías en vano en una pelu.

Y es que hay mil formas de advertir al lector que la palabra está anticuada, es desusada o arcaica, es decimonónica, ilustrada, áurea, barroca, renacentista o incluso bajomedieval; que pertenece a la historia pasada; que, sencillamente, ya no se usa o no en ese sentido. ¿Qué diccionario español al alcance real de todos los lectores cumple hoy ese cometido? Si la respuesta es «ninguno», ¿a qué privar de esa función al de la Academia, cuando bastaba con añadir a la entrada una breve explicación o una abreviatura, y eso sí se podía haber expuesto entre sus méritos?

Gonzalo García (Moratalla, Murcia, España)

5 comentarios

Alex -

A ver si la RAE se pone las pilas y nos mete en el DRAE palabras tan frecuentes como "guglear", "pozcastin", "internés", "imeil", "mesenyer", "urrele", "güindos",... y esas cosillas de uso diario.

Ana Lorenzo -

Se me quedó en el tintero (virtual): apoyo la moción. No sé qué español piensa la gente que elabora el diccionario que leemos; una cosa es el uso, que como bien dices tú, ya cubren otros diccionarios; otra, que si uno lee y no se limita a las novelas del siglo xx o del siglo xxi, no tiene por qué no poder consultar las palabras, hasta que no aparezca el Diccionario histórico, en el de la RAE. Es cierto que, en línea, se accede a los anteriores: es precioso perderse consultando desde el primero una entrada y ver cómo va cambiando. Y también está el CORDE. Pero la gente que no tiene acceso a internet debería tener una obra que mantuviera estas acepciones que estuvieron vigentes y hoy están anticuadas u obsoletas. Aparte, el tener que andar comparando si en una fecha las registraba el diccionario y en otra dejaba de hacerlo, es más un trabajo de lexicógrafo que elabora un diccionario que del público general.
Un saludo.

Ana Lorenzo -

Yo también echo de menos esa autoridad que ejercía la RAE, o al menos creíamos que ejercía, y que alguien o algo tiene que encarnar; y quién más adecuado que la Real Academia Española, por su finalidad, su historia, sus objetivos y los intelectuales que la componen. Lo que no tengo muy claro es si ella misma tiene claro si ejerce o no esa función que se le reclama; hace poco leía en una estupenda revista (Donde dice... ) de la Fundéu un artículo de Martínez de Sousa donde éste afirmaba que la RAE sí es normativa y decía que no sabía muy bien de dónde había salido el «disparate». Pues bien, el disparate lo he oído yo en boca de muchos académicos, desde mi admirado Manuel Seco hasta, recientemente, al secretario de la AAl, Humberto López Morales.
Yo prefiero tener normas, y normas claras, y que sea la RAE o mejor la AAL la que las establezca, pero si han renunciado a ello, por favor, avisen pronto a la sociedad y, en particular a los profesores y al Ministerio de Educación, y esto lo digo por puro egoísmo tonto: que ya que no hay normas, que a mi hija mayor no le quite puntos un examen por algunas faltas de ortografía.
Un saludo.

Gonzalo García -

Gracias por la crítica, Alber. Se trata de ser constructivos: ¿la tarea de la RAE es mejorable? Pues que aporte cada cual su reflexión. Que su diccionario no sea inútil no significa que no sea mejorable. Para mí la razón principal del enfado es afirmar que algo encuentra “mejor acomodo” en un Diccionario histórico inédito y que no se prevé editar hasta finales de la próxima década. Está bien retirar al museo lo viejo: pero ¿y si el museo no existe, como es el caso? Mi reflexión podría ser también esta: ¿por qué un inglés puede encontrar en sus diccionarios más completos (y el de la RAE debería serlo) las voces de Shakespeare o la King James, y en cambio un español no puede encontrar muchas de las voces de los clásicos? Si esos términos no están en el DRAE; ¿dónde tiene que buscarlos? Un ejemplo de locución que se conserva con acierto: «puesto que. 1. loc. conjunt. advers. desus. ‘aunque’». Nadie la usa ya en ese sentido, pero es imprescindible para entender el Quijote, por ejemplo.

Alber -

Leo y releo el párrafo que aireas para escarnio público y no veo, por ninguna parte, el motivo de tanto enfado. Vale, las cosas no son como deberían y la RAE cojea de muchas patas, pero realiza una labor útil para todos aquellos que a diario trabajamos con la lengua. Ah, por cierto, a mí me parece bien que se retiren las voces obsoletas del diccionario. Si no se usan, lo único que hacen es volverlo inmanejable. Al museo con ellas.