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Panegírico de Arrigo Coen

Panegírico de Arrigo Coen

Este viernes 12 de enero se murió Arrigo Coen. Había nacido en Pavía, en mayo de 1913, de modo que ya tenía 93 años. Su madre fue una contralto mexicana, Fany Anitúa, que en gira constante por el mundo desde antes de la Primera Guerra Mundial, tenía por esas fechas su base en Italia.

Como buen autodidacta, Arrigo Coen había seguido sus intereses a grandes saltos y había llegado a abarcar campos extensos del uso de la lengua, de la parsimonia de la corrección de textos al vértigo de la publicidad y el periodismo. Así, fue un filólogo en el sentido lato del término, hecho en el amor y el ejercicio diario del idioma, y fue sobre todo un maestro, siempre listo para enseñar lo que sabía. En ese carácter de maestro, llegó a muchísima gente a través de la televisión y la radio.

Precisamente en la televisión, si no recuerdo mal desde la segunda mitad de la década de 1970, participaba en un programa, Sopa de Letras, que llegó a ser célebre como pocos y que cumplió una importantísima función educativa y divulgadora que nadie ha podido repetir en los 30 años que han pasado.

Escribió algunos libros. Uno de ellos, Para saber lo que se dice, fue muy leído, uno lo veía a la venta hasta en los supermercados, y llevó a Arrigo a escribir el segundo volumen, que creo que no corrió con tanta suerte. En los últimos años tuvo un programa de radio, daba clases en la escuela de escritores y fungía como asesor de dependencias el Gobierno.

A veces se desesperaba. Por ejemplo, cuando alguien le pedía sus datos para buscarlo, a él le parecía increíble que la gente no fuera capaz de mirar el directorio telefónico. No entendía en qué estribaba la dificultad de abrir cualquier libro de consulta, fuera un diccionario o el directorio telefónico. Si uno abría el directorio y buscaba la página correspondiente, veía ahí su teléfono y su dirección, en una zona de clase media sin pretensiones.

No sé por qué me infundía tanto respeto, que en las pocas ocasiones en que lo tuve cerca nunca me atreví a saludarlo. Lo vi varias veces en la calle Cinco de Mayo, en el centro de la ciudad de México. Le gustaba meterse a La Ópera, un bar de esa calle que hace esquina con Filomeno Mata. Ahí mismo está el restaurante del Club de Periodistas. Una vez, hace por lo menos 20 años, me lo encontré a unos pasos de ahí, frente a la puerta del Banco de México, hablando con el epigramista Francisco Liguori. Pensé que era mi oportunidad. Como Pancho Liguori frecuentaba la librería donde yo trabajaba, me imaginé que me reconocería y de algún modo me presentaría con Arrigo. Elucubré este plan mientras caminaba hacia ellos, pero en el momento apropiado no detuve mis pasos y ni siquiera volteé la cabeza. Lo cuento ahora lleno de arrepentimiento. Años después me encontré de nuevo a Pancho Liguori, en otra librería. Se acercó a mí con sus grandes zancadas, me tendió la mano y me dijo: «Tú me conoces». «Claro —le contesté—. Lo conozco muy bien.» Detrás venía una mujer muy guapa, entiendo que su hija. Quise preguntarle por Arrigo Coen, del que no había vuelto a saber nada. Pero tenían prisa y corrieron los dos rumbo a otra sección de la librería. Hasta el día de hoy guardo la imagen del maestro y la muchacha hermosa.

Liguori murió años más tarde, en el 2003, creo que el mismo día que otro estudioso de nuestra lengua, Nikito Nipongo. Ahora se murió Arrigo Coen. Yo me pregunto si seremos dignos del lugar que dejan vacante. Ya lo dirán nuestros hijos.

Javier Dávila (Ciudad de México)

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