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Una vuelta de tuerca al concepto de lengua propia y a la propiedad de su uso

Una vuelta de tuerca al concepto de lengua propia y a la propiedad de su uso

A día de hoy, es de sobras conocida la enorme carga ideológica que han arrastrado tanto la afirmación como la crítica del concepto de lengua propia (contrástense, al respecto, las dos definiciones de estas dos versiones de la Wikipedia/Viquipèdia: 1 y 2) y la gran capacidad legitimadora de políticas lingüísticas y culturales que este ha adquirido.

Después de una azarosa historia como neologismo jurídico eminentemente glotopolítico, la Declaración Universal de los Derechos Lingüísticos (firmada en 1996 en Barcelona, en el marco de la Conferencia Mundial de Derechos Lingüísticos) lo consagró de este modo en el Artículo primero de su Título preliminar:

1. Esta Declaración entiende como comunidad lingüística toda sociedad humana que, asentada históricamente en un espacio territorial determinado, reconocido o no, se autoidentifica como pueblo y ha desarrollado una lengua común como medio de comunicación natural y de cohesión cultural entre sus miembros. La denominación lengua propia de un territorio hace referencia al idioma de la comunidad históricamente establecida en este espacio.

No es en absoluto banal que se defina la lengua propia en relación con una comunidad de hablantes inscrita en un territorio y con el desarrollo y evolución de la lengua que sirve de nexo a esta comunidad. A fin de cuentas, como dice la profesora Carme Junyent (especializada en ecolingüística y procesos de sustitución lingüística), «nadie se puede imaginar una lengua con 10 millones de hablantes que no convivieran, y para hacer posible la convivencia es imprescindible un territorio». (Llengües Ameríndies. IV Fòrum de les Llengües Ameríndies/Lenguas Amerindias. IV Forum de las Lenguas Amerindias (Casa Amèrica Catalunya-ACCD-Linguapax-Linguamón, Barcelona, Km 13.774, 2007, cap. «Las aportaciones de la ecolingüística», p. 201.)

En efecto, las lenguas se suelen desarrollar en los territorios (habitados por la especie humana, es obvio), adquieren cierta homogeneidad gracias al contacto entre sus pobladores, y se diversifican de manera progresiva no sólo en el tiempo, sino también en el territorio, en un continuo espacial sin barreras que permite que los vecinos se entiendan, pese a las diferencias. A este respecto, señala también Carme Junyent (o. cit., p. 202 ):

[...] el sentido común nos dice que, de la misma manera que no hay nadie que se vaya a la cama hablando latín y se levante hablando catalán, tampoco se da el caso de un siglo en que se empiece hablando latín y se acabe hablando catalán, porque el vínculo con las generaciones tiene la misma fuerza homogeneizadora que la convivencia. Y si no podemos poner fronteras entre generaciones, tampoco las podemos poner entre territorios, porque la convivencia no implica aislamiento. Si no intervienen otros factores, lo que ha sido habitual en la historia de la humanidad son los reajustes territoriales que han comportado zonas de transición entre variedades ininteligibles. De hecho, la única frontera real entre lenguas es la que se produce cuando hay un proceso de sustitución lingüística, cuando muere una lengua [y es reemplazada por otra], porque entonces sí que puede haber casos de incomprensión entre generaciones y/o entre comunidades vecinas. No obstante, esta ruptura es un resultado de la violencia, nunca se trata de un fenómeno natural.

Según lo expuesto, pues, el concepto de lengua propia se fundamenta en los mismos pilares de la génesis y desarrollo de las lenguas: el social y antropológico (conjunto de hablantes con conciencia de comunidad lingüística y cultural), el territorial (espacio delimitado, con o sin reconocimiento político, donde se asienta esa comunidad) y el histórico-lingüístico (proceso de nacimiento y progresión de la lengua de dicha comunidad lingüística en dicho territorio). Ninguna mención a aspectos individuales o políticos que sirvan de referencia para su definición. Y, a pesar de ello, es usual hallar todo tipo de acomodaciones del término lengua propia, fundamentadas en aproximaciones subjetivistas y políticas a este concepto.

Así, con mucha frecuencia se habla de lengua propia para hacer referencia a la lengua materna, o a la lengua de identificación, o a la lengua hacia la que un hablante muestra (consciente o inconscientemente) mayor lealtad en el uso. Es decir, se redefine, a voluntad, el concepto en función de apreciaciones y actitudes subjetivas del individuo, pasando por alto que las lenguas no son en absoluto un fenómeno resultante de una capacidad individual.

En muchas otras ocasiones se habla impropiamente de lengua propia para aludir a cada una de las lenguas oficiales de un territorio, en un intento de acomodación de la geografía lingüística y cultural a la geografía política que se le superpone.

Finalmente, existe también una tendencia —políticamente interesada y oportunista, por parte de quienes pretenden legitimar el establecimiento en un territorio determinado de una lengua ajena a este e históricamente impuesta—, a definir como lengua propia aquella estadísticamente más hablada en un territorio no a lo largo del tiempo, sino en el momento presente, obviando lo evidente: que a dicha situación no se ha llegado por la extinción súbita de una comunidad lingüística (aniquilada, por ejemplo, por una epidemia o por una catástrofe natural) o por el propio trasiego de las comunidades humanas (p. ej., la llegada a un territorio de oleadas masivas de inmigración de otras comunidades lingüísticas), ni por la voluntad incondicionada y benévola de los hablantes de abandonar su lengua, sino por diversos mecanismos de imposición (p. ej., sumisión de la comunidad de hablantes a medidas políticas y culturales encaradas a la minorización de su lengua autóctona y a su sustitución por una lengua foránea, que suele ser la del poder político).

Con todo, cierto es que los procesos de sustitución lingüística a los que se llega por la injerencia política y hasta violenta en el curso natural de la lengua de una comunidad alcanzan en muchos casos situaciones de irreversibilidad, en la que la reposición de la lengua del país —entendiendo país no como realidad política, sino como territorio cultural, histórica y lingüísticamente demarcable—, a menudo muy diversificada, resulta tremendamente costosa. Y costosa no sólo por lo que atañe a las dificultades y dispendios derivados del estudio de viabilidad (véase aquí un caso) de cada proyecto de normalización, de su planificación y de su aplicación —lo que, hablando en términos de cultura y derechos de los hablantes, sería lo de menos—, sino sobre todo por el choque social y cultural al que puede dar lugar la revitalización de esa lengua si se quiere extender su uso a una comunidad anclada en otra lengua no por foránea menos propia del territorio, que además ya ha incorporado parte de la o las lenguas y culturas precedentes. (Léase en este sentido el reciente artículo de Javier Dávila a propósito de la normalización del náhuatl, un caso no generalizable a la situación de otras lenguas amerindias.)

Pero ¿cómo saber si esa lengua extraña se ha adaptado lo bastante a su entorno para ser considerada ya tan propia como las asentadas anteriormente? ¿Por el sentimiento que despierte entre sus hablantes, tal vez? ¿Por su oficialidad? No: por su simple y llana acomodación a la definición oficial de lengua propia.

El ejemplo más cercano de esta acomodación lo tenemos en la misma lengua española, llevada (con todos sus acentos) al continente americano por los conquistadores españoles y, en España, convertida en la lengua nacional hegemónica a partir del reinado de Felipe V, primer monarca español de la dinastía borbónica (con respecto a la lengua catalana, en todas sus variedades española, véanse aquí las fases de este proceso, iniciado con el Decreto de Nueva Planta).

Si nos paramos a observar la situación de la lengua española en sus diversos terrenos de conquista, veremos que en todo el continente americano cumple con los requisitos de la definición de lengua propia, aun siendo una lengua trasplantada a un territorio bien lejano y en el que no tiene origen. Así, todas las diversas comunidades hispanohablantes americanas (salvo las emigrantes a los territorios del norte, hegemónicamente anglosajones) han desarrollado variedades mestizas del español, completamente propias y lingüísticamente descritas. E incluso se han desarrollado en las comunidades de hablantes de zonas fronterizas hablas de transición con otras lenguas de origen tanto indígena como europeo, de tal forma que se restablece ese continuo espacial de las lenguas ancladas en un territorio al que se refería Carme Junyent. Ese desarrollo ha ido, desde luego, en detrimento de las comunidades amerindias y de sus lenguas y culturas (véanse 1 y 2 ), y en muchos casos, revertir ese retroceso no es sólo posible, sino que es una justa reparación a la marginación social, económica y cultural sufrida por los pueblos indígenas. Pero esta americanización del español también ha tenido lugar a pesar del purismo castellanizante del poder y las clases dominantes (véanse 1, 2 y 3 , a modo de ejemplo), que han estigmatizado durante siglos y que siguen estigmatizando la criollización del castellano en América. Y que así haya sido demuestra que el español, pese a ser una lengua trasplantada al continente americano, ha arraigado y dado en él frutos peculiares y propios, y actúa en él como una lengua viva y autóctona, adaptada al nuevo territorio.

En cambio, resulta curiosísimo ver cómo una lengua que tan bien se ha adaptado al «ecosistema lingüístico» americano no ha arraigado en territorios más cercanos. Así, por ejemplo, el español es, en los territorios de habla catalana, una lengua que ha contado con todo el apoyo del poder político particularmente desde inicios del siglo XVIII, hasta el punto extremo de que, durante largos periodos del siglo XX, la lengua autóctona catalana fue perseguida y confinada al uso privado y familiar.

Pese a ello, y aun ostentando hoy día un estatus jurídico de lengua oficial y un extenso uso social en todo el territorio del Reino de España, la lengua española no ha arraigado en absoluto en la mayor parte de los territorios donde coexiste en el uso social con el catalán, no se ha convertido en ellos en una lengua lingüísticamente —aunque sí culturalmente— productiva, que se desarrolla y evoluciona en ese nuevo territorio al margen de la preexistencia de otra u otras lenguas. No es una lengua viva, propiamente, capaz de generar una rama más del español, lingüísticamente descrita como variante geográfica. No ha dado lugar tampoco a hablas de transición en zonas fronterizas, de tal forma que pueda observarse esa dispersión en un continuo espacial de las lenguas que se muestran fecundas en un territorio. No es, pues, stricto sensu, una lengua propia, por mucho que sea la lengua materna (incluso de identidad) de primeras y segundas generaciones de inmigrantes de habla española; por mucho que la situación diglósica y la restringida oficialidad territorial del catalán haga del español una lengua de uso masivo, y por mucho que el español sea la lengua común oficial de los ciudadanos de España.

No lo es como tampoco lo son las otras casi 300 lenguas que se hablan, por ejemplo, en Cataluña, según el seguimiento que realiza el GELA.

Y no lo es a pesar de que parte (sólo parte) de los estudios sociolingüísticos sobre el uso de la lengua catalana en todo su territorio, en constraste con las lenguas con las que convive, utilicen el concepto de lengua propia sin ajustarse a su definición establecida, lo cual no deja de suponer un grave error metodológico.

Todo el español que se oye en Cataluña, por ejemplo, sólo puede identificarse con las variantes de español propias de esas comunidades de inmigrantes hispanohablantes que, llegados desde la década de 1950 (durante el franquismo) en grandes oleadas, han hallado las condiciones legales y sociales que les han permitido mantener la lengua de origen, hoy salpicada de catalanismos; o con la variedad estándar aprendida por el resto de habitantes, que, como todo estándar, no es más que una koiné artificial, un ideal de lengua, que de ningún modo puede identificarse con un territorio y una comunidad lingüística.

Pero no hay un dialecto español de Cataluña, como no lo hay de las Baleares. Y no hay signos evidentes de modificación del español (o españoles) que se habla en las distintas comunidades hispanohablantes de Cataluña, Baleares y las zonas catalanohablantes de la Comunidad Valenciana que permitan reconocer el necesario arraigo y vitalidad que debe mostrar una lengua en un territorio para ser reconocida como propia de este; puede ser reconocida como otra cosa, pero no como propia. Que pueda llegar a serlo en un futuro no es descartable; de hecho, es ya un campo de investigación de la romanística alemana.

Sin embargo, se están operando cambios en la lengua catalana en estas zonas, por influjo de su contacto masivo con el castellano (y lo mismo debe de sucederle al aranés [occitano], oficial en Cataluña, a consecuencia de su contacto constante con el catalán y el castellano), que por una parte muestran su arraigo como lengua propia, y por otra sugieren un curioso proceso de asimilación a la lengua castellana, no fruto directo del desplazamiento forzoso, sino de la impregnación. Pero esto último ya es más bien lingüística ficción, porque los factores que operan en los destinos de una comunidad de hablantes y de su lengua son demasiado complejos y a menudo fortuitos para aventurar nada.

En cualquier caso no deja de ser un fenómeno remarcable este paradójico arraigo del español lejos de casa y esta falta de arraigo, en contrapartida, en territorios vecinos. Pero siendo quizá la explicación más evidente que el proceso de sustitución lingüística de las otras lenguas de España (la catalana en particular) por la castellana ha avanzado muy lentamente a pesar de todo, o incluso ha sido refrenado y está siendo revertido, según sugiere Joshua A. Fishman, sería necesario detenerse a analizar con detalle las razones de este décalage entre la condición del castellano en los territorios del Reino de España y los territorios americanos, razones que sin duda son complejas e intrincadas. Y ese sería un empeño que desborda por completo la capacidad de esta bitácora y, muy probablemente, mi erudición.

En cualquier caso, valga este intento de conducir a un uso pertinente del concepto de lengua propia y a una valoración rigurosa de lo que, por el momento, puede acogerse a esta denominación y lo que no, más allá de la subjetividad.

Silvia Senz (Sabadell)

2 comentarios

Silvia -

Interesantes comentarios, Miguel Ángel. El caló (como otras marcas culturales) siempre ha sido en sí mismo el fértil territorio imaginario del pueblo gitano, hasta tal punto que ha dado siempre frutos en la lengua del territorio sobre el que se ha asentado. En todas partes arraiga.

Miguel A. Román -

La asociación de "lengua propia" a un territorio geográfico siempre me ha parecido impropia, entre otras razones porque deja fuera a las lenguas de pueblos nómadas y dispersos, del que en España tenemos un caso: el caló o romaní.

La lengua es un elemento definitorio de una "comunidad" (podemos decir ahí "un pueblo"), utilizado como recurso de cohesión entre sus miembros. En este sentido, la lengua y el territorio son ambos propiedades inherentes a un pueblo, pero en determinadas circunstancias se puede prescindir de uno u otro sin que eso suponga la dilución de la comunidad, aunque sin duda aumentan las tensiones.

La voluntad social de mantener esa cohesión, vista (y a veces instrumentalizada) como identidad nacional, es fundamental en la pervivencia y pureza de la lengua.

Tal vez esto tenga algo que ver en la paradoja que planteas: los pueblos cataloparlantes han mantenido una identidad propia y por ello una lengua propia bien divorciada del castellano; por el contrario, los pueblos indígenas americanos probablemente vieron destruida su identidad como pueblo antes que su lengua.