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Paradojas del españolismo lingüístico, 3: de cómo la unidad del español imposibilita su expansión, y viceversa

Paradojas del españolismo lingüístico, 3: de cómo la unidad del español imposibilita su expansión, y viceversa

(Avance de un artículo en prensa. Entradas previas de esta serie: 1 y 2.)


ESTATUTOS DE LA REAL ACADEMIA ESPAÑOLA

Artículo 1. La Academia es una institución con personalidad jurídica propia que tiene como misión principal velar por que los cambios que experimente la Lengua Española en su constante adaptación a las necesidades de sus hablantes no quiebren la esencial unidad que mantiene en todo el ámbito hispánico.

Debe cuidar igualmente de que esta evolución conserve el genio propio de la lengua, tal como ha ido consolidándose con el correr de los siglos, así como de establecer y difundir los criterios de propiedad y corrección, y de contribuir a su esplendor.

 

El lenguaje humano es un continuo, es decir, un entramado de hablas, que, incluso cuando sufre desgarrones por causas extralingüísticas (genocidio, glotofagia, muerte accidental del conjunto de sus hablantes...), es capaz de reestructurar su red de conexiones por medio de nuevos contactos lingüísticos entre poblaciones. Ello equivale a decir que ese hilo entretejido que forman las hablas humanas sólo podría fragmentarse (dividirse en varias cadenas aisladas) si se dividiera a la humanidad en partes, se las dispersara por el universo y se imposibilitara el contacto entre ellas. Por tanto, más allá de la ciencia ficción, no hay base alguna para afirmar que pueda darse una fragmentación duradera del continuo formado por las hablas humanas.
Sólo a efectos de estudio y clasificación de las diversas manifestaciones del lenguaje humano, la ciencia lingüística realiza secciones de hablas interconectadas, obteniendo de esa compartimentación unidades discretas a las que convencionalmente denomina lenguas. Pero esas secciones, esas unidades discretas, son, por así decirlo, abstracciones científicas. En consecuencia, no hay tampoco base para sostener que las lenguas existan en la realidad como formas netamente delimitadas y claramente discernibles, ni mucho menos para afirmar que son un todo homogéneo puesto que están conformadas por hablas distintas en diversos aspectos. El concepto de unitariedad lingüística —como el de fragmentación—, es, de hecho

 


[...] político y cultural, no lingüístico. = Los lingüistas saben perfectamente que todas las lenguas que se hablan realmente [...] están constituidas por una serie de variedades lingüísticas (llámense dialectos o hablas, según su amplitud geográfica) que forman una cadena de solidaridad lingüística con eslabones contiguos o eslabones más separados. Esto pasa con el euskera, pero también con el español o el inglés que, al ser lenguas con mayor amplitud geográfica, tienen muchísimas más variantes lingüísticas que el euskera. [Moreno Cabrera (2008): El nacionalismo lingüístico, Barcelona: Península, p. 154; la negrita es mía.]

Es más, lo común a las variedades categorizables en el estudio lingüístico como una lengua sólo se hace visible para sus hablantes:

– cuando estas se someten a un proceso de grafización que da como resultado una representación escrita única para todas ellas;

– cuando, en la taxonomía lingüística, se simboliza su pertenencia a una unidad lingüística agrupándolas bajo un mismo nombre genérico;

– cuando se oficializa la existencia de esa lengua concediéndole un determinado estatus legal, y también

– cuando, sobre la evidencia de que una lengua compartida es fruto de un pasado común (de un contacto entre sus hablantes más o menos prolongado y sostenido, con o sin predominio de una parte de la población sobre la otra), se realizan y difunden tres elaboraciones ideológicas, con fines políticos unitaristas:
a) la idea de que la lengua es la sublimación de una idiosincrasia consustancial a sus hablantes, que establece entre ellos una suerte de comunión espiritual (nacionalismo esencialista);
b) la idea de que la forma estándar común (la académica, en el caso del castellano), modelada a partir de ciertas variedades de esa lengua, es la lengua misma —lo que los académicos denominan «el sistema» del español, aunque el español no sea un sistema lingüístico, sino un diasistema—; una lengua con mayúsculas a la que todos deben amoldarse si se quiere evitar que la dispersión de usos la fragmente en un sinnúmero de formas distintas y desintegre con ello la cohesión espiritual de sus hablantes;
c) la idea de que a esa lengua, supuestamente representada por el estándar, sólo puede corresponderle una denominación, sin la que resulta imposible agrupar a sus hablantes en un bloque cultural o político-cultural internamente compacto y externamente identificable. 

Difundido todo ello entre el colectivo poblacional de hablas categorizables como una misma lengua, las ideas de unidad y de comunidad cultural (básicamente homogénea) pueden acabar integrándose en su conciencia lingüística como una evidencia axiomática, aunque la realidad la contradiga.

No obstante, por mucho que se incida en la elaboración y difusión de un forma «común» de lengua; por mucho que se quiera convencer a la población de que la divergencia de ese modelo es algo parecido a una deficiencia mental, y la sumisión a él, un servicio a la nación; por mucho que intenten adoptarlo aquellos hablantes que reúnen prestigio y actúan como modelo social, lo cierto es que ningún estándar, llevado al uso real, puede convertirse en la lengua natural de nadie ni aunque se tomara a una generación entera y se la educara de forma aislada y exclusiva en ese estándar. Y esto es por dos razones fundamentales: porque el estándar no cubre las necesidades de expresión del hablante y porque ninguna lengua en uso puede escapar de la propiedad inherentemente dinámica del lenguaje natural y de su acción remodeladora de las hablas. La comunidad que produce y recibe el estándar seguirá dando lugar a nuevas formas de habla, que mantendrán una conexión más o menos cercana en función del resultado de la interacción de diversas fuerzas de signo contrario (convergentes y divergentes).

En cualquier caso, cuanto más se extienda lo que se clasifica como lengua, más se ampliará el hilo concatenado de hablas que la constituyen, más intrincadas serán sus conexiones, más polimórfica será en todos los niveles del lenguaje, y más difícil resultará, por ello, sublimar su «esencia común», en forma de un único estándar general que la represente y la identifique y que ofrezca a sus hablantes un espejismo de uniformidad. Esta es la paradoja esencial de la política lingüística española: que sus dos fines fundamentales (unidad y expansión) no sólo resultan irreconciliables, sino que colisionan irremediablemente.


Silvia Senz

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