¿Es la nueva norma panhispánica una norma pluricéntrica y multipolar? I: Qué y cómo es la lengua española y qué y cómo es un estándar lingüístico
El lingüista español Juan Carlos Moreno Cabrera, en El nacionalismo lingüístico (Península, 2008, pp. 154 y 155), sobre el mito de las lenguas unitarias:
[...] no hay ninguna lengua unitaria. El concepto de unitariedad lingüística es político y cultural, no lingüístico.
Los lingüistas saben perfectamente que todas las lenguas que se hablan realmente [...] están constituidas por una serie de variedades lingüísticas (llámense dialectos o hablas, según su amplitud geográfica) que forman una cadena de solidaridad lingüística con eslabones contiguos o eslabones más separados. Esto pasa con el euskera, pero también con el español o el inglés que, al ser lenguas con mayor amplitud geográfica, tienen muchísimas más variantes lingüísticas que el euskera. El español se realiza en al menos cincuenta y ocho variedades lingüísticas (Moreno Cabrera, 2003: 188-189), y el inglés en al menos ochenta variedades lingüísticas (Moreno Cabrera, 2003: 147-149). Como las personas que hablan cada una de esas variedades lingüísticas no cabe duda de que hablan una lengua humana (no una jerga incomprensible) entonces se podría perfectamente decir, desde el punto de vista estrictamente lingüístico, que el español es una familia de cincuenta y ocho lenguas y el inglés es una familia de al menos ochenta lenguas. Si no se ven así estas lenguas no es por consideraciones estrictamente lingüísticas, sino por factores ideológicos o políticos, ante los que sucumben la mayoría de los catálogos de lenguas que circulan por ahí, en los que, por ejemplo, se incluye el inglés como una lengua unitaria frente a otras lenguas, que aparecen segmentadas en innumerables dialectos y variedades, sin aclarar o dar a entender que todas esas variedades constituyen una cadena de solidaridad lingüística más o menos compleja. [Con respecto a Ethnologue] Una crítica en esta dirección puede encontrarse en López Rivera y Moure (2002).
El nacionalismo lingüístico profesado por muchos lingüistas les impide aplicar los criterios que se usan para tratar determinadas lenguas a la lengua nacional propia que, por su supuesta superioridad intrínseca, escapa al desarrollo lingüístico normal y, por tanto, es inmune a las leyes de la evolución lingüística [...]».
[Referencias bibliográficas citadas:
J. J. López Rivera y T. Moure: «Ideoloxía e lingüística, un equilibrio inestable: o caso do Ethnologue», en: Homenaxe a Fernando R. Tato Plaza, Santiago de Compostela, Universidade de Santiago de Compostela, 2002.
Juan Carlos Moreno: El universo de las lenguas: clasificación, denominación, situación, tipología, historia y bibliografía de las lenguas, Madrid, Castalia, 2003.]
El lingüista y lexicógrafo mexicano Luis Fernando Lara, en «Por una reconstrucción de la idea de la lengua española. Más allá de las fronteras instituidas» (en J. del Valle (ed.): La lengua, ¿patria común?, Madrid: Vervuert Iberoamericana. 2007, pp. 163-181; citadas: pp. 179 y 180), sobre las dinámicas y pluricéntricas normas implícitas del castellano y sobre los centros y agentes de difusión de normas ejemplares:
[...] el español actual es […] “pluricéntrico”, no “concéntrico”, como imagina la idea predominante de la lengua; no un español “general” o “estándar” centrado en Madrid (con la Academia y los “manuales de estilo” de la prensa española como principales agentes normativos), y rodeado de “variedades dialectales” españolas e hispanoamericanas, sino un dinámico conjunto de españoles nacionales, regionales históricos (por ejemplo, el andaluz occidental, el antillano, el centroamericano, el rioplatense, el yucateco), y regionales modernos, creados por las comunidades nacionales de comunicación (por ejemplo, el andaluz sevillano actual, el español catalán, el andino, el del centro de México; incluso el que hablan indios mexicanos bilingües, influido por sus lenguas maternas), que alteran su antigua constitución. Pero además de “pluricéntrico”, el español actual es “multipolar”, pues algunas de esas variedades nacionales y regionales son, también, focos de irradiación de características lingüísticas y de normas de corrección, difundidas por su prestigio socio-político y sus medios de comunicación. Por ejemplo, sin duda Barcelona y Madrid son polos de irradiación contemporánea, gracias a su industria editorial y al papel económico que tienen en España; las ciudades de Buenos Aires, de Bogotá y e México, igualmente. El español nacional mexicano irradia su fonética y buena parte de sus peculiaridades gramaticales y léxicas hacia Centroamérica y las comunidades hispanohablantes de los Estados Unidos de América, particularmente por la televisión y la prensa. Las ciudades de Miami y Los Ángeles, núcleos de poderosa difusión mediática hacia todo el mundo hispánico, se vuelven cada día más claros polos de la lengua española, aun cuando no hayan formado parte de la tradición histórica hispánica. Estas últimas, polos de consumo mediático mal llamado “latino”, podrían contribuir a crear una koiné española —no un “espanglish”— que esterilice las tradiciones históricas del español y haga de la lengua un instrumento de penetración de la ideología estadounidense.
Una idea de la lengua acorde con esta realidad contemporánea del español necesita seguir orientándose por el valor de la unidad de la lengua, como principal medio de comunicación entre todos los hispanohablantes; pero no una lengua “unificada” por ninguno de sus centros o de sus polos, sino en constante regeneración por sus tradiciones escritas —centrípetas— y habladas —centrífugas—. Algo que se puede lograr, gracias a los actuales medios de comunicación y a la educación.
El malogrado padre del Proyecto de Estudio Coordinado de la Norma Lingüística Culta de las Principales Ciudades de Iberoamérica y de la Península Ibérica, Juan Manuel Lope Blanch, sobre la necesidad extralingüística de crear un estándar unitario (pan)hispánico («La norma lingüística hispánica», ponencia presentada en el panel «La norma hispánica» del II Congreso Internacional de la Lengua Española, Instituto Cervantes-RAE, Valladolid, 2001):
Entre los muchos beneficios que la unidad básica de nuestro idioma proporciona, hay uno particular, que acaso para los filólogos y los humanistas en general no sería de primordial importancia: el económico. Dentro de este gran congreso vallisoletano existe toda una sección dedicada a ese aspecto financiero en relación con la lengua española. A tal sección remito, escuetamente, lo que ya he dicho en otras ocasiones: «Habría que hacerle entender [al hispanohablante común] la extraordinaria importancia que la conservación de la unidad lingüística tiene para el mantenimiento de la cohesión histórica, política, económica y cultural del conjunto de pueblos iberoamericanos, cuyo peso dentro del conjunto de las naciones depende precisamente de su existencia como bloque: poca es la influencia que cada una de las naciones de lengua española puede aún ejercer dentro del concierto de naciones; pero nada desdeñable es ya su peso en cuanto bloque de países iberoamericanos». Dentro de los organismos internacionales, los 20 votos de las naciones hispánicas pueden tener importancia decisiva; y la capacidad de consumo de casi 400 millones de personas puede ser atractivo poderosísimo en la política económica mundial.
En la página de la Real Academia Española, sobre la nueva política lingüística panhispánica:
La política lingüística panhispánica
En los últimos años, la Real Academia Española y las veintiuna Academias de América y Filipinas que con ella integran la Asociación de Academias de la Lengua Española vienen desarrollando una política lingüística que implica la colaboración de todas ellas, en pie de igualdad y como ejercicio de una responsabilidad común, en las obras que sustentan y deben expresar la unidad de nuestro idioma en su rica variedad: el Diccionario, la Gramática y la Ortografía.
Este decidido compromiso académico de avanzar en una acción conjunta trasciende el ámbito lingüístico para constituirse en un refuerzo de lo que es la más sólida base de unión de los pueblos hispánicos en la Comunidad Iberoamericana de Naciones: el idioma. Las facilidades de comunicación ofrecidas por las nuevas tecnologías han favorecido el trabajo concertado de las Academias, que, de este modo, han forjado una poderosa y activa red de colaboración que, más allá de cualquier retórica fácil, materializa una política de alcance internacional.
Unidad en la diversidad
Una tradición secular, oficialmente reconocida, confía a las Academias la responsabilidad de fijar la norma que regula el uso correcto del idioma. Las Academias desempeñan ese trabajo desde la conciencia de que la norma del español no tiene un eje único, el de su realización española, sino que su carácter es policéntrico. Se consideran, pues, plenamente legítimos los diferentes usos de las regiones lingüísticas, con la única condición de que estén generalizados entre los hablantes cultos de su área y no supongan una ruptura del sistema en su conjunto, esto es, que ponga en peligro su unidad. [...]
El gran ideólogo del actual y globalizado nacionalismo panhispánico que fue J. R. Lodares, sobre las ventajas e inconvenientes de una norma pluricéntrica para la consagración de la unidad de la comunidad hispánica (El porvernir del español, Taurus, 2004, pp. 95-101):
El concepto de lengua común y, por tanto, la idea de que conviene fijar unas normas de corrección idiomática (en la pronunciación, la ortografía, la gramática o el vocabulario) que hagan útil y efectiva dicha comunidad no es algo que surja en las sociedades por simple naturaleza. Generalmente obedece a necesidades propias del poder político, de la administración, de la actividad legislativa o del comercio y concierne a grupos sociales ligados a tales actividades. La ideología de la lengua estándar es eso mismo: la obediencia que uno debe a determinadas normas lingüísticas para entenderse con quien a su vez, las obedece. Todo por mutuo beneficio.
Si la ideología del estándar se abandona a favor de usos particulares, exagerando todo lo que define a una comunidad pequeña y la distingue de otras, se abre una puerta hacia la disgregación lingüística y, una vez abierta, puede resultar difícil de cerrar. [...]
Hay que considerar también otra circunstancia: si entre los siglos XVI y XIX la ideología del estándar tenía carácter aproximadamente uniforme, basado en un modelo, que era el castellano (de Castilla), y en el hablar de la gente notable y discreta, en el XX tiene carácter pluricéntrico, es decir, se considera que el español correcto no radica en un lugar concreto y que los usos de Montevideo no son mejores ni peores que los de Madrid, ni el Toledo castellano tiene más autoridad idiomática que el Toledo uruguayo; solo de manera muy general podría decirse que el uso de España (que tampoco es uniforme) hace idealmente de árbitro para los americanos. En cuanto a la gente noble y discreta, ya no se sabe cuál es ni cómo habla y, por lo demás, en los grandes medios de telecomunicación se oye a discreción a futbolistas, actrices, cantantes de moda, reinas de la belleza, políticos en campaña y gente corriente que ha ganado algún concurso o ha sido testigo de alguna desgracia, siendo escaso el tipo académico. Como todo en la vida, la transición de la «ideología del estándar» desde el uniformismo al pluricentrismo tiene ventajas e inconvenientes.
Las ventajas no hace falta ponderarlas: todos los hablantes se sienten partícipes de la marcha del idioma. Ninguno es superior al otro, ni habla mejor ni peor. Todos colaboran, cada cual a su modo. Ninguno se ve en la necesidad de imitar al vecino, ya esté cercano, ya viva a miles y miles de kilómetros. Supongamos, por un momento, que el acento de Buenos Aires se considerara el árbitro de la corrección idiomática. ¿Qué problemas no causaría hacer que todo no bonaerense se pasara a él? Para empezar, sobre el resto del dominio hispanohablante se cerniría una especie de complejo de inferioridad y ello no sería bueno para la gente y, por lo mismo, para el idioma. Muchos preferirían hablar «mal» lo propio a tener que imitar a un vecino lejano para hablar «bien». Por paradójico que pueda parecer, el establecimiento de una norma basada en un modelo concreto, es decir, un estándar férreamente uniforme más allá de la ortografía, sería la mejor receta para que la idea de comunidad lingüística quedara hecha añicos.
El estándar pluricéntrico permite hoy a los usuarios del idioma sentirse cómodos en casa y, si hay que comunicarse con un vecino, tampoco tendrán necesidad de disimular su procedencia. Antiguamente, sin embargo, algunos americanos sí se veían en la necesidad imperiosa de presentar excusas, cuando se dirigían a los hablantes españoles, por si cometían el desliz de introducir usos locales, típicos de América, en su conversación o escritura. La excusa no era porque el localismo pudiera interrumpir la comunicación, sino porque el americanismo se consideraba, para muchos peninsulares, cosa de paletos. Antiguamente, claro está, la mayoría de los hispanohablantes vivía en España y es posible que el americano tuviera cierto complejo de inferioridad. El insigne Andrés Bello, venezolano de nacimiento, escribía patata pero no pronunciaba otra cosa que papa. Hoy ocurre justo al revés: en España vive una minoría de hablantes de español y los americanos se curaron el complejo de inferioridad hace mucho tiempo, o mejor dicho, los peninsulares abandonaron el complejo de superioridad que en ocasiones habían mostrado.
En suma, la ventaja del estándar pluricéntrico es que nos hace tolerantes y evita —no siempre, por supuesto— los casos de discriminación lingüística por razones geográficas: amplía el margen de aquello que estamos dispuestos a escuchar considerándolo también «nuestro». Es como si entendiéramos varias lenguas con absoluta naturalidad dentro de nuestra propia lengua. Por lo demás, y por muy pluricéntrico que sea el estándar, los hispanohablantes tienen «puntos de encuentro» donde coinciden todos: la ortografía, por ejemplo, es el más notable de ellos. También lo es la lengua literaria. Muchos son los modos de pronunciar el idioma, pero solo hay una manera de escribirlo con corrección: ajustándose a las normas que dictan las academias. Por eso mismo, cuando se ponen en entredicho los «puntos de encuentro» (cuando alguien quiere, por ejemplo, inventarse ortografías «a la dominicana», «a la extremeña», «a la argentina»...) o abusa de los localismos a la hora de hablar o escribir, se advierten los inconvenientes del pluricentrismo.
Efectivamente, el gran peligro del estándar pluricéntrico —un peligro que no conviene descuidar— es su poder de realzar las funciones separatistas de la variedad idiomática, dando entidad a normas locales a las que se les otorgue el valor de suficientes y soberanas. Se olvida así que la comunidad lingüística es un canal internacional que va mucho más allá de nuestro entorno y que, para que nos resulte plenamente útil, conviene estar atentos a cómo se expresa el vecino. Es verdad que siempre pueden surgir variedades excéntricas, hablas particulares y localizadas en una región o en un grupo social, incluso pueden lograr cierta autonomía comunicativa, pero ¿tendrán capacidad de fragmentar el tronco normativo del idioma?
El peligro general del pluricentrismo es fácil de entender: si todo vale, nada vale. Si se da entidad al localismo, no solo se arruinará lo común sino que lo local no interesará a nadie. [...] Aunque no sería imposible que variantes locales dentro del propio español ganaran entidad política, institucional y, consecuentemente, normativa, tal circunstancia no deja de ser, por ahora, mera hipótesis. No hay que olvidar que el localismo y la autodefinición también tienen sus frenos.
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Silvia Senz -
Coxopo -