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Del purismo al desconcierto (3.ª parte)

Última parte del discurso del académico argentino José Luis Moure, Del purismo al desconcierto. ¿Qué hacer con el idioma? [Viene de aquí.]

Luego de informarnos sobre la evolución lingüística en América durante los siglos XVIII y XIX, y continuar —en su impecable prosa— con los elementos más sustanciales que se dieron desde el siglo XX hasta nuestros días, Moure nos expresa algunas de sus convicciones. Las siguientes palabras merecen una lectura atenta, deben ser leídas captando la entrelínea, valorando todo cuanto expresa.

En un dominio lingüístico de gran extensión, como el que hoy conforman las veinte naciones en las que el español es lengua oficial [...], y si se admite la premisa, ya anticipada, de que exista la voluntad de la unidad —que no es condicionamiento menor—, no parece quedar alternativa que no sea la custodia y promoción compartida de una variedad estándar idealmente panhispánica. El amplísimo arco de variedades diatópicas y diastráticas que ese complejo alberga, denuncia la complementaria posibilidad teórica y la necesidad real de la existencia de una variedad o, mejor expresado, de una constelación de variedades particulares fijadas social y tradicionalmente, modelos de uso fundados en criterios de prestigio. En el caso de nuestra lengua, signada por la pluralidad de ciudades capitales difusoras de norma, se trata de la aceptación y cultivo de una variedad que, convencionalmente, se superpone al conjunto de variedades geográficas, sociales y estilísticas del español. Cada nación puede incorporar al estándar panhispánico aquellos usos que sus historias particulares han legitimado, y debe procurar que esas diferencias, sospecho que todavía insignificantes, no afecten la naturaleza del español, el tipo de que hablaba Cuervo.

De inmediato, el académico explica las limitaciones y salvedades —unas cuantas— a la expresión variedad estándar. Por ejemplo: que esa variedad no es la lengua de todos, la común ni la general. Que la normalización de la variedad estándar es deliberada e impuesta y responde a una planificación. Que en esta variedad es inevitable que prevalezcan los usos lingüísticos propios de un grupo social prestigioso y especialmente de las situaciones formales. Que al construirse a partir de manifestaciones escritas, el registro oral sólo la reflejará en algunas ocasiones formales. Que la labor de codificación y normativización de la variedad estándar compete a los lingüistas. Que la norma institucionalizada debe transmitirse en la escuela; estudiarse, promocionarse y afianzarse en las instituciones de formación docente, en los medios y en las academias de la lengua. (Extraño orden; supondríamos que debería ser «en las academias de la lengua, las instituciones de formación docente y los medios», pero el orden dado en el discurso del académico no es para nada inocente.) Resalta la importancia de los comunicadores en los medios, por llegar a la población pobremente escolarizada.

En suma: claridad de ideas y aceptación de la realidad lingüística que nos rodea. Para pensar si nos cabe otra opción, realmente. Luego se explaya en la difícil misión docente, que debe:

[D]espojar la variedad estándar de la sacralidad de que la dotó el purismo. Debe insistirse en la idea de que el estándar no es la única lengua verdadera y legítima, frente a la cual las restantes variedades son corrupciones. [...] [D]esacreditado y despojado el purismo, se nos impone realzar y probar, en la práctica, la extraordinaria eficacia de la lengua estándar y el valor de su exclusividad, como instrumento siempre inconcluso y perfectible al servicio de una realidad cultural de complejidad creciente, de la que deberá dar cuenta como medio de comunicación panhispánica, como herramienta de exploración intelectual y como material de arte. La importancia de prestigiar la normativa estandarizadora se advierte si se toma debidamente en cuenta que, en razón de las diferentes posibilidades de acceso de los estratos de la población a su aprendizaje, el logro de una actitud positiva hacia ella será más importante y alcanzable en términos de opinión o representación que su cumplimiento efectivo para todas las funciones que le son propias.

Obvio es sentar que la variedad estándar no debe tener otro centro referencial que el congreso atópico y virtual del mundo hispanoamericano de un lado y otro del Océano, y que se expresará a través de los mecanismos de consenso que hoy ya funcionan, o de los que puedan hacerlo en el futuro.

[...] Como argentinos, sabernos copartícipes igualitarios en el cultivo y mantenimiento de la variedad estándar de un idioma empleado por centenares de millones de hablantes, no debe ser obstáculo para admitir y comprometernos con nuestra identidad lingüística. Sobre la base de la reciprocidad, nuestro país deberá exigir la aceptación de los usos legitimados por nuestra historia, sin perjuicio de que a través de la educación se conserven pasivamente y se difundan aquellos que, siéndonos hoy ajenos, pertenecen al patrimonio del español general. Y la Argentina deberá seguir bregando, a su vez, contra el inaprensible fantasma de la minusvalía lingüística, sin otro asidero ni sustento que las largas secuelas del viejo purismo de orientación peninsular, alimentado por las alarmas de aquellos ilustres filólogos que, alejados de su hábitat lingüístico y enfrentados abruptamente a la realidad de una variedad oral que llevaba siglos de desarrollo (el venezolano Bello en Chile; el colombiano Cuervo leyendo el dialecto rural bonaerense; los españoles Américo Castro y Amado Alonso en la cosmopolita Buenos Aires), necesitaban darse, y darnos, pronósticos pesimistas o explicaciones basadas en presuntos desórdenes esenciales de nuestra conformación nacional, en irrefrenables tendencias a desapegarnos de toda norma o en morbosos recelos contra las formas cultas de expresión. Desde luego, hubo también no pocos puristas argentinos de buena fe que incentivaron el prejuicio y nuestra inseguridad lingüística. El voseo fue, quizá, el más preciado de los blancos, y a cuya destrucción más tardíamente se renunció («viruela del idioma», lo llamó Capdevila; «lacra crónica de nuestro organismo social», dijo José León Pagano; Borges lo calló en su inolvidable réplica a Américo Castro; Berta Vidal de Battini recomendó a los maestros su eliminación, y algunos manuales vigentes recurren todavía a los infinitivos para eludirlo en sus consignas). Se me ocurre pensar cuán tolerantes con nuestra modalidad se habrían vuelto todos si hubiesen tenido oportunidad de viajar hoy en un subterráneo madrileño con adolescentes recién salidos de la escuela...

Pero así como confieso mi descreimiento en el diagnóstico de esas insignes figuras, a quienes la historia no les dio razón, no puedo sino coincidir con aquella vieja recomendación de Amado Alonso, a la que quiere ser afín el espíritu de mi exposición, en la que instaba a acercar la variedad culta local a las normas cultas generales y a tratar de que éstas alimenten el modelo de las prácticas lingüísticas, que es el objetivo primero de la enseñanza escolar de la lengua.

Esta conciencia, trabajada desde la escuela, porque no dependerá de un decreto, puede sí ser esclarecedora para fundar una política lingüística que, hacia afuera de nuestras fronteras, fije nuestros derechos y deberes en el escenario hispanohablante, y hacia adentro, contribuya a construir fundadamente una imagen autorrespetuosa de nuestra modalidad, proteja nuestro patrimonio lingüístico en las zonas de contacto y vele por un aprendizaje sólido del estándar y por su correcta utilización en la enseñanza, en las alocuciones formales y en los medios. La literatura argentina ha alcanzado un reconocimiento universal; las producciones de sus cultores mejor dotados deben seguir siendo los nutrientes esenciales de ésa, nuestra variedad lingüística prestigiosa.

Lo que antecede pretende ser más que un desiderátum de academicismo inocente. Es a la vez un reclamo de construcción identitaria que nos habilite para pasar de la declaración retórica a la acción, para que nuestras escuelas, profesorados y universidades defiendan sus incumbencias, se preocupen por el bien lingüístico común y colaboren con las autoridades en el trazado de una política lingüística inteligente, que vaya más allá de un neopurismo casticista, preocupado por la invasión de extranjerismos. Sólo una grave inadvertencia o la indiferencia hacia los institutos y universidades donde se investiga el idioma y se forman los docentes de lengua puede explicar, por ejemplo, que el recentísimo decreto del Poder Ejecutivo, por el cual se crea la Comisión Ejecutiva del próximo III Congreso Internacional de la Lengua Española, que se realizará en Rosario el año entrante [fue en el 2004], no los incluya de manera explícita.

Moure se pregunta también si la indiferencia nos la hemos ganado —es una pregunta válida para los argentinos, y también para buena parte de los americanos castellanohablantes— «a fuerza de enajenarnos de las expectativas públicas», y ofrece los datos de una encuesta hecha en Buenos Aires. Los resultados son desalentadores, son respuestas poco atentas a la realidad de la lengua.

El académico termina su exposición planteando la vieja dicotomía sobre si la Academia Argentina de Letras debe ser un cuerpo de escritores o de lingüistas:

Aun suponiendo que ambas condiciones fueran excluyentes, nada mejor para aventar dudas que el decreto de creación de la Entidad, cuyo primer considerando señala: Que el idioma castellano ha adquirido en nuestro país peculiaridades que es necesario estudiar por medio de especialistas. Y dos de los cuatro fines explícitos establecidos en sus estatutos dicen: a) Contribuir a los estudios lingüísticos y literarios [...]; y c) Velar por el uso correcto y pertinente de la lengua, interviniendo por sí o asesorando a las autoridades nacionales, provinciales, municipales o a los particulares que lo soliciten.

La Academia Argentina de Letras es una academia de la lengua, y la sociedad la mira y la reclama como tal.

Parafraseándolo, diríamos que las academias de la lengua hispanoamericanas deben ocuparse de establecer las adecuadas políticas lingüísticas. Nos están haciendo falta.

Pilar Chargoñia (Montevideo, Uruguay)

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