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De premios, entrevistas y palabras

De premios, entrevistas y palabras

Víctor García de la Concha recibió un nuevo premio, esta vez el Emilio Castelar por su labor en la «unificación del castellano –como lengua viva– en ambas orillas del océano», de lo que podría deducirse que el español estaba necesitado de esa «unificación» a ambos lados del ¿único océano existente en este planeta?

Ya sabemos que las entrevistas tienen el don de la inmediatez y padecen de los avatares de la transcripción, pero los textos impresos están y en ellos se basan estos comentarios que tienen en cuenta la insigne procedencia de las declaraciones y el cargo que ocupa el entrevistado.

La entrevista fue publicada el miércoles 1 de febrero de 2006 en el Diario de Cádiz.

Nos dice el director de la Real Academia Española:

Bueno, por ahí comienza mi discurso, recordando una frase de Steiner, en la que se dice que San Juan afirma: «En el principio era la palabra», pero no nos dice que ése era el final. Vivimos en una civilización preferentemente visual y audiovisual, y ello afecta en buena medida al empobrecimiento de los modos de hablar.

Diría yo que el empobrecimiento procede menos de lo «visual y audiovisual» y más de un arrinconamiento de lo poético en un sentido amplio, pues la poesía, según fray Luis de León (recordado por Ángel Valente en La experiencia abisal) nos había sido dada «para que las palabras y las cosas fuesen conformes».

Pero el señor García de la Concha continúa:

Y por tanto merece la pena reflexionar qué función tiene la palabra. Efectivamente, en el principio fue la palabra y la palabra fue creadora. Y la palabra nace como necesidad de comunicación, pero también es la que da sentido a las cosas. Antes de que el primer hombre, utilicemos el mito bíblico, usara las primeras palabras y fuera poniendo nombre a las cosas, éstas simplemente estaban ahí. El hombre les da sentido cuando las nombra y eso es lo que las pone en relación, de manera que la palabra nace para crear la relación y para crear el sentido.

La verdad es que no sé cómo usa nuestro académico el mito bíblico, porque según el mito la palabra es divina y no humana, no es el «primer» hombre el que nombra. En el Evangelio de San Juan se lee: «En el principio era el Verbo / y el Verbo estaba con Dios / y el Verbo era Dios». Y no parece descabellado decir que San Juan hace alusión a las primeras líneas del Génesis en las que Dios nombra y crea: «Entonces dijo Dios “Haya luz”, y hubo luz».

Por tanto, el mito hace a la palabra creadora, según el mito las cosas «simplemente NO estaban ahí. Si utilizamos el mito la palabra es creadora, pero hay que utilizarlo bien, y sin utilizar el mito la palabra sigue siendo creadora, aunque no es que las cosas sean creadas por las palabras: «La palabra es la creadora no sólo del mundo, sino de todos los mundos», dice usted, y eso es algo que puede quedar muy brillante en el discurso, es cierto que la palabra puede ser creadora de mundos, pero lo es porque es interpretadora del mundo y la interpretación es una recreación sin límites marcados.

Después dirá el filólogo:

Hoy se habla poco. No es nuestra época especialmente propicia al diálogo, la televisión nos hace estar callados, comiendo, etcétera. Falta esa dimensión de la lectura asimilada, de la palabra cultivada. Aparte de eso, hay épocas en las que el común de las gentes se preocupa más por el cuidado del decir, por lo que llamamos guardar las formas, respetar las convenciones, y hay otras épocas de la historia que son, en ese sentido, muy destructivas. Hoy se han roto las convenciones, y tampoco hay ese cuidado en el decir ni ese respeto por unas formas convenidas que antes existían. Y eso lleva a una etapa en la que el lenguaje se ha vulgarizado en el peor sentido de la palabra.

En cambio, yo diría que hoy se habla mucho y se dialoga poco, para no establecer esa proximidad reductora que hace que hablar sea lo mismo que dialogar, oír lo mismo que escuchar, y ver lo mismo que mirar. Al margen del desliz en la «palabra», ahora ya «término», resulta que a Don Víctor se le escapa el hálito (literariamente hablando) elitista con reminiscencias decimonónicas. Me pregunto si en algún momento de la Historia, la gente de la calle, aquello a lo que algunos se refieren como las masas, se ha preocupado realmente por el «cuidado del decir» o si el «cuidado del decir» no es la marca comercial que distingue a algunos como un triste «carné», mientras se beben un «güisqui»o  escuchan la música de un «cederrón». ¿Quién vulgariza?

Sigo yo saboreando los matices del whisky y escuchando cedés sin que se me caigan los anillos, ¿puede alguien decirme en qué calle se escuchó lo de cederrón antes de que lo incluyese la Academia en su flamante y normativo Diccionario? Sin embargo nos dice el académico:

Acabamos de publicar el Diccionario Panhispánico de Dudas, y ha sido un éxito de difusión y de interés. No somos guardias de la circulación del idioma, pero la gente sí quiere que las academias señalen, describan lo que es la norma, que es el buen uso acordado por los hablantes.

Yo le recordaría que el citado diccionario estaba en la Red y fue quitado en nombre de no sé qué problemas técnicos. El nombre de esos problemas técnicos es muy sencillo: negocio, hay que vender muchos ejemplares. No sé si la gente quiere que las academias señalen la norma, pero sí que lo que desean es que la información sea accesible y que esté bien documentada. A los señores académicos, entre los que hay más de un filólogo, se les olvidó citar las fuentes consultadas, algo que también pertenece a ese «guardar las formas» y al rigor que se le supone a quienes pertenecen a tan prestigiosa entidad.

El gusto de la lectura en voz alta, de la expresión en voz alta, de la declamación, de la escritura, de aprender a expresar por escrito lo que uno quiere, lo que prefiere, lo que busca, hay que cultivarlo en la escuela.

¿Y la lectura en voz baja? ¿No será ésta la que realmente ayuda a pensar y a comprender, a integrar las palabras en una dimensión más completa que la de su sonido, la que abre el camino a la escritura como cómplice necesaria de la memoria? También habla de esto el académico, pero desde el barullo mental. Yo quisiera saber si la Academia colabora de alguna forma con la escuela o sólo dialoga con los entendidos, no suelen ser sus diccionarios un ejemplo de flexibilidad o de adaptación a la docencia, y no me digan que lo hacen con el Diccionario Escolar, porque entonces no conozco a los escolares de nuestro tiempo.

Dice María Zambrano: «El conocimiento puro, que nace en la intimidad del ser, y que lo abre y lo trasciende, “el diálogo del alma consigo misma” que busca aún ser palabra, la palabra única, la palabra indecible; la palabra liberada del lenguaje».

La palabra no es algo concreto, y nuestro académico mezcla en su discurso muy distintas acepciones del término palabra, empezando en San Juan y acabando en el DRAE. Todo queda muy bonito, pero no esconde la confusión de criterios, el no saber muy bien cuál es hoy día la función de la Academia, el ir corriendo al encuentro de un mundo real decorado con palabras que no están en el DRAE, tal vez porque la RAE se convirtió en un mundo de palabras cada vez más aisladas.

Por no hablar de un español de América reivindicado más, no nos engañemos, por su potencial económico que por un convencimiento real.

Víctor García de la Concha se ha instalado en lo políticamente correcto y en el «recorta y pega», y es premiado por ello, como tantos otros, uno ya se cansa de este mundo de apariencias y de salones anacrónicos. Nuestros académicos no dejan de parecerse a nuestros políticos, en su voz de premiada oratoria la palabra es todo menos palabra creadora. Y la intención podrá ser buena, pero es y será siempre otra cosa, sólo hay que mirar el diccionario. Les recomiendo el de María Moliner, a quien, por cierto, no aceptaron en la Real Academia Española.

Francisco Javier Cubero

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