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Escritores, editores, correctores: hombres del Renacimiento

Escritores, editores, correctores: hombres del Renacimiento

28 de noviembre del 2005

 

La cita* (gracias, V. A.):

 

“El centenario de Madame Bovary ha venido a reactualizar, en cierto modo, la figura de ese escritor singular que fue Gustavo Flaubert. Escritos singulares, si pensamos que nunca autor alguno fue menos favorecido por el propio temperamento. La creación le costaba un trabajo increíble. Las frases no acudían a su pluma. Terminar una página era, para él, una tarea de forzado. Adelantaba lentamente en sus libros, renqueando, sufriendo, protestando, como si cumpliera con una intolerable obligación impuesta por otro. No poseía imaginación verbal. Tenía que rehacerlo todo, tachando, quitando, enderezando párrafos cojos. Y aun cuando daba un manuscrito por terminado, Máximo Du Camp, su íntimo amigo, cazaba en ellos gazapos imperdonables; verdaderas perlas, como cierta ‘excursión marítima’ puesta en la segunda página de La educación sentimental, para calificar... un viaje por el Sena. O aquello de ‘Sonó lentamente el toque de la una’, visto más adelante, en la misma novela, que hacía exclamar al corrector, escandalizado: ‘¿Es que les tomas el pelo a tus lectores? ¿Cómo quieres tú que una sola campanada suene lentamente?...?’”

 

De Alejo Carpentier: El adjetivo y sus arrugas, Buenos Aires: Editorial Galerna, 1980.

 

[*Cita tomada del blog de José Antonio Millán, escritor, editor, experto en... tantas cosas; verdadero y esdrújulo hombre del Renacimiento.]

Ahora que arrecian las críticas, algunas feroces, sobre el estilo de Javier Marías, que ha entrado en la RAE sin necesidad de más votaciones que la primera, me gustaría centrarme, apartando de mí y de todos ustedes el consabido y polémico tema de si deben estar en esta institución tantos escritores o sería mejor que los académicos que son y que están, antes de este vuelco hacia la democratización de la cultura, como si esto fuera una cámara de representación en vez de una entidad de trabajo que elabora normas y publicaciones normativas donde agarrarnos todos los hispanohablantes (no sólo los maestros que corrigen los exámenes de nuestros hijos), se rodearan de lingüistas y expertos como ellos para llevar tan gran obra a cabo —empresa monstruosa por lo grande y cambiante—, me gustaría centrarme, digo, en por qué se le exige a un escritor ser además un sabio de la lengua. No, señor. Un escritor ha de ser un maravilloso creador y sí, por supuesto, la lengua, o las lenguas, que algunos escriben en dos, es su herramienta. Javier Marías crea deliciosas novelas. Yo me declaro una de sus seguidoras. ¿Quién puede resistirse a un escritor que comienza así una narración, con tal abigarramiento de verbos, de tal gala?

“No he querido saber, pero he sabido que una de las niñas, cuando ya no era niña y no hacía mucho que había regresado de su viaje de bodas, entró en el cuarto de baño, se puso frente al espejo, se abrió la blusa, se quitó el sostén y se buscó el corazón con la punta de la pistola de su propio padre, que estaba en el comedor con parte de la familia y tres invitados.”

Javier Marías: Corazón tan blanco.

 

Que Javier Marías tenga en sus novelas errores de sintaxis, de concordancia, incluso errores de concepto y mal uso de determinados adjetivos, ¿de quién es culpa? Que nadie les engañe: la culpa es de su editor. Si el editor contrata a un buen corrector de estilo, el trabajo de éste consiste precisamente en limpiar el texto de todo eso. El escritor inventa historias, inventa nuevas formas de arrebolar los verbos en la frase y hasta se toma la licencia de saltarse las normas, como ambulancia con sirena puesta, siempre que sea para crear, para ir más allá, para darle a la lengua el alma o el juego que nadie más le ha dado o que ya tantos otros le dieron, pero nunca como él lo ha hecho. Y el corrector, experto en lengua, con un gran respeto por la creatividad, con mucha comprensión de lo creado y mucho amor hacia esos dos entes que en el libro conviven, la lengua correcta y pura que fluye como un río cristalino y claro (aunque a veces no sea tan claro como quisiéramos), la creatividad y la invención que surgen como rápidos alocados que lo aceleran o como remansos que lo aquietan y lo convierten en espejo hasta hacer que se pierda el hilo del riachuelo, trata de no magullar ni a uno ni a otro, de dejarlos en perfecto equilibrio, para que, en el tranquilo transcurrir del río, la voz del escritor surja con fuerza y nada le haga sombras.

Si el editor es bueno, no dejará tirado al escritor, no le dejará en la estacada, ni a él, ni al corrector de estilo, ni al lector. Querrá editar un buen libro, pero no le pedirá peras al olmo: nadie le pediría a él que escribiera sus propios libros por el mero hecho de vivir de ellos, ni al corrector, por dominar esos recovecos de la lengua, que fuera un prolífico Lope de Vega. Atención, que sí que existen, por otra parte, hombres del Renacimiento, que escriben como escritores, corrigen como correctores y editan como editores, y todo de los buenos, pero no todos tenemos tantas capacidades y no tenemos por qué avergonzarnos por ello.

Sin ir más lejos, el otro día, leyendo en Anagrama El mal de Montano, curiosísima novela de Enrique Vila-Matas —me dejó con ganas de releerla enseguida, tanto cambia, tantos hallazgos tiene a lo largo de sus páginas, hasta los nombres y las referencias—, vi varias erratas y lamenté que en una historia donde tan importante es «el hombre solo y sin atributos» aparezca en una frase en dos partes del capítulo un «no podía estar más sólo en aquel paraíso de las Azores»; y no, no lo he leído mal, no lo he entendido mal: es el acento el que sobra.

En El viaje vertical, del mismo autor, en La mejor narrativa, de Salvat Editores, procedente de Editorial Anagrama, aparte de mil erratas, de falta de blancos tras el punto que incomodan la lectura, llega un momento en que el protagonista, Mayol, que se ha escondido en un café por culpa de una tormenta, «sentado en una mesa del Orient-Express mientras observaba con cierto alivio y satisfacción [...] que el temporal de lluvia y viento había arreciado de forma considerable y dentro de muy poco podría salir tranquilamente a la calle. De hecho, apenas llovía ya. [...] Se veían ahora incluso algunos rostros algo agradables. Y una prometedora luz, que emergía de las tinieblas de la tormenta que se batía en retirada [...]». ¿Es ese uso de arreciar culpa del escritor? No, es culpa de su editor, que no ha contratado un corrector, o quizá ha contratado un corrector de primeras pruebas o un corrector de ortotipografía y lo ha zanjado. Pues no señor, se necesitan los dos. Un corrector de estilo es el que va a cambiar ese verbo y va a darle al escritor la posibilidad de elegir otro; le va a indicar que arreciar una tormenta es «hacerse más intensa», no «escampar»; el editor se lo va a comunicar, cuando no son ellos mismos los que se reúnen, y el libro va a ganar para todos. Eso es el trabajo de escribir, de corregir y de editar. No queramos ahora prescindir de ninguno de ellos ni echar en cara de uno lo que compete a otro, por muy de moda que esté decir que los correctores, pa’ qué. Que los editores sepan que si prescinden de ellos, tiene consecuencias. Y que sepan ustedes que si ahora arrecian las críticas contra un escritor por sus faltas de ortografía, por sus errores de contenido... por esas pequeñas cosas que no dejan que brille su obra, es que alguien le dejó, perverso, con el culo al aire; tiene derecho a reclamar; y ustedes, pero a quien corresponda.

Ana Lorenzo. Rivas, Madrid, España.

7 comentarios

jose -

muy buen¡a la pg

Pilar Chargoñia -

Convendrás, sin embargo, Inquilino, que autores insufribles como los que comentas no son la mayoría. No olvides que en el caso del Manolito Gafotas de Elvira Lindo, el personaje es el narrador, por tanto primera persona y registro oral, ¿te has planteado que sea un recurso intencional para reforzar la verosimilitud empleando un lenguaje representativo de la oralidad?

Pero llegamos a un punto en el que estamos de acuerdo: todos los autores necesitan corrección. Es tarea del editor convencerlos de esta necesidad y respaldar nuestro oficio cuando lo cumplimos con eficiencia y exhaustividad.

inquilino -

Perdón, pero no estoy de acuerdo. Pertenezco al gremio de los correctores y durante mi vida profesional he tropezado con un sinfín de escollos que me hubieran hecho abandonar esta profesión de no ser por mi amor y mi vocación por la búsqueda de la errata, la incorrección gramatical o la falta de estilo. Y sí, es cierto que la profesión está mal pagada, que casi siempre los plazos son mínimos y que hay un devaluación del oficio (¿por qué no figura entre los créditos del libro el nombre del corrector?).
Pero también es verdad que existe falta de profesionalidad entre muchos correctores, que se acogen a esta actividad como forma de ganarse la vida hasta poder dar el salto hacia tareas "más nobles" como la traducción y la edición, que entregan como correcciones textos que difícilmente han sido mirados por encima y que se niegan a ir más allá de la corrección ortotipográfica (que es por la que les pagan) ignorando cualquier error de contenido por flagrante que sea.
Bien, todo esto es cierto, pero también he de decir que el mayor escollo con el que me he topado ha sido siempre el autor, el sacrosantísimo autor. Da igual que este sea un mecánico que se dedica a escribir manuales para ciclos formativos, un catedrático de lengua y literatura de un instituto o un consagrado autor literario. Su actitud ante cualquier corrección que se sugiera suele ser de rechazo y desconfianza. Pocos son los que admiten que el profesional de la corrección está ahí para colaborar, para pulir aquello que ellos crearon y que no resulta ninguna deshonra dejar a cada cual realizar su trabajo.
Suelo seguir con asiduidaz y grato interés los posts de Ana Lorenzo. Comparto, además, su admiración por Javier Marías en lo literario. Ahora bien, deduzco por su post que o no se dedica a la corrección de textos o, al menos, ha tenido la suerte de no toparse en su vida profesional con alguno de estos sacrosantísimos autores. No sabe, por tanto, lo difícil que resulta sugerirle cualquier cambio o corrección, por lógica y evidente que sea, a según qué autores.
Se me ocurre, a bote pronto, el ejemplo de Elvira Lindo, cuyo Manolito Gafotas comienza con el anacoluto más gordo que haya encontrado jamás en algo publicado. Cualquier corrector que haya sufrido la experiencia de trabajar con doña Elvira Lindo sabe de sus malos modos y su desprecio ante cualquier pero que se le ponga a su texto. Ni una coma es posible modificarle.
Otro ejemplo ilustrativo lo encontramos en García Márquez. Les recomiendo, a propósito de esto, la lectura de este artículo: http://blogs.20minutos.es/arsenioescolar/post/2005/12/18/garcia-marquez-cojones
Y dentro de esta lista de ególatras infalibles, está, como no, Javier Marías, conocido por sus maneras bordes y despreciativas, y con el no hay corrector que se precie que no tiemble y medite muchísimo antes de plantear cualquier mínima corrección.
En fin, que, sin ser del todo inocentes, la culpa de las erratas y errores de lo que se publica no es siempre del editor o la editorial de turno. Al césar lo que es del césar.
Estupendo blog, por cierto. Enhorabuena.

Pilar Chargoñia -

Con los comentarios anteriores creo que se ha llegado a la raíz de un problema que de tan amplio que es ya ni podemos verlo: la corrección es necesaria (ya se trate de este o de cualesquiera otros autores) y es misión de un editor el de proporcionar esta ayuda. Si el autor se niega a ser corregido, el editor debe convencerlo (y así desaparecerían los errores y erratas de J. M. y de tantos otros). Hace ya bastante tiempo que algunos autores y algunos editores y alguna prensa de importantes tirajes se niegan a utilizar el servicio de los correctores. Propongo una adivinanza: ¿Por qué?* Lamento que la respuesta pueda ser chocante y dura para muchos.

La realidad indica que, si no se contratan correctores, el editor de mesa (o quien cumple esta función) no tiene más remedio que corregir lo que llega a sus manos. ¿El resultado? Pues se podría decir que este editor se convierte en el corrector mejor pagado.


*Porque no pueden distinguir --por carecer de idoneidad para su tarea-- entre un texto corregido (y bien corregido) y un texto sin corregir.

Silvia Senz -

Este blog colectivo también tiene curiosas discrepancias. No creo que pueda afirmarse que los errores de Marías se deban a la incompetencia de su editor, cuando un autor, como dueño y señor que es de su obra, puede oponerse firmemente a que se le corrija y anteponer lo que considera "su propio estilo" a cualquier consideración sobre corrección lingüística. No sabemos si este es, o no, el caso de Marías. Lo seguro es que no le corrigió nadie.
Y al margen, con respecto a la categoría literaria de Marías, soy más bien de la opinión de su crítico más feroz (pero no por ello menos autorizado): García Viñó.

Pilar Chargoñia -

Este blog tiene curiosas coincidencias de pensamientos. Te felicito por tu artículo, Ana, en él resumes mi sentimiento más elemental y profundo, latente luego de años de practicar el oficio (¿o el arte?) de corregir.

solodelibros -

Muy de acuerdo contigo en dos puntos esenciales. El primero, que Javier Marías es un grandísimo escritor, pero como parece que ser 'floreado' con el idioma no está muy de moda, se le tacha de redicho y pedante; pues bienvenidos sean aquellos que sean capaces de urdir una trama solvente con esa capacidad de sugerencia que tiene su prosa.
En segundo lugar, que las editoriales no se gastan ni un euro en correctores de ninguna clase, y así salen los libros, claro, que hay veces que se te caen de las manos. Una lástima, porque el oficio es dignísimo y se merecería estar en mejor consideración.