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Del purismo al desconcierto (1.ª parte)

Del purismo al desconcierto (1.ª parte)

Los discursos de incorporación a las academias suelen ser esclarecedores sobre las ideas e intenciones del académico de turno. El del argentino José Luis Moure es difícil de resumir; además de estar escrito de manera amena y humorística, los conceptos que expresa son particularmente sintéticos, propio de quien sabe qué quiere decir e intenta no cansar al auditorio con su prolijidad. Este hijo de gallegos inmigrantes titula con acierto Del purismo al desconcierto. ¿Qué hacer con el idioma? su discurso de incorporación a la Academia Argentina de Letras, el 12 de junio del 2003.

En esta primera parte transcribo parte de su discurso sobre la evolución lingüística en América durante los siglos XVIII y XIX:

 

Si las lenguas están destinadas a cambiar de manera inevitable [...], y si la ciencia lingüística dice que esos cambios imparables son consustanciales al lenguaje humano, cómo debía yo justificar mi alianza con el desprecio general hacia formas rústicas, como cáido o léido (empleadas no sólo por nuestros hombres de campo sino por el insospechable Espronceda), mientras debía tolerar, cantar y aplaudir, con el mismo rostro y con patriótica inimputabilidad el Óid, mortales de nuestro Himno, las correctísimas formas reina y vaina, en tanto la sana evolución habría prescrito reína (REGINA) y vaína (VAGINA), y en tanto los mismos españoles, gracias a un provenzalismo, se salvaron de pasar del latín hispaniolos a *españuelos, así como el bendito galicismo monjes liberó a los monachos de ser *mongos (MOMO). Fui así llegando a la afrentosa conclusión de que un profesor de castellano lleva sobre sus hombros una misión paradojal: explicar a los alumnos el apasionante e inevitable itinerario del cambio lingüístico, entusiasmarlos con la promesa de que es precisamente el cambio el que permite desencorsetar la lengua para que se abra hacia nuevos itinerarios expresivos y creativos, elogiar a los novelistas y poetas que violaron las normas de puntuación y el orden sintáctico enseñados, pero prohibir con energía a esos mismos alumnos que en sus exposiciones y escritos den testimonio personal de ese cambio lingüístico. El profesor de lengua viene a ser así una suerte de héroe trágico [...], encargado de impedir con inflexibilidad, durante un lapso que él no puede medir, las transformaciones lingüísticas que su ciencia le demuestra irrefrenables. Su discurso sincero, imbuido de una —digamos— sana esquizofrenia, desafía a diario los axiomas básicos de la lógica aristotélica: «Esto está mal, pero en realidad está bien...»; o «todos hablan bien, pero algunos hablan mal...». Se dice objeto y sujeto, pero jamás dotor o «presidente eleto», aunque el mismísimo Juan de Valdés lo habría suscripto (o suscrito...). Decir haiga es motivo de sanción barrial, pero decir caiga es prueba de conjugación impecable. Naturalmente, las aporías de este tipo podrían multiplicarse y extenderse al plano de la morfología y de la sintaxis.

El español de América ha sido víctima selecta de estas picanas correctoras. Como algunos nuevos ricos, amnésicos de su pasado familiar, la normativa académica española del siglo XVIII y sus secuelas inauguraron el horror hacia muchas formas y construcciones de rancia estirpe peninsular, cuyo único pecado no fue su incorrección raigal, sino simplemente haber sobrevivido en la desmesura territorial transoceánica.

Corolario de lo que acabamos de exponer es la cruel evidencia de que el conocimiento lingüístico y las normas de corrección han avanzado por caminos de creciente divergencia. Se ha señalado que la gramática se constituye en la historia como una instrumentación de las lenguas que, en cuanto arte o techné, se presenta como un modo de enseñar a leer y a escribir correctamente. La gramática instaló, en el dominio de los estudios lingüísticos, la cualidad de la corrección. En un primer momento, una cierta armonía fue posible sobre la base de fundamentos que podríamos llamar simbólicos, casi éticos. Y sobre la antigua idea de la analogía, que postulaba una forma inicial perfecta del lenguaje que habría sido víctima de desviaciones y corrupciones sucesivas, el siglo XVIII se propuso preservar la pureza de la lengua sancionando su intrínseca dignidad y exigiendo su reposo [...]

La cruzada purista era noble en sus propósitos e ingenua en su fe: la lengua debía fijarse en una etapa de su evolución, y debía glorificarse ese estado como norma ideal e intangible, a la que todos los desvíos debían someterse. En el escenario de la América colonial, la forma pura significó, naturalmente, la peninsular. Andrés Bello, el insigne gramático venezolano, criado intelectualmente por el racionalismo dieciochesco, autor de una gramática renovadora de larga vigencia, propulsor de una sensata reforma ortográfica al servicio de una mayor coherencia del código gráfico, consideraba, no obstante, «importante la conservación de la lengua de nuestros padres —se refería a los españoles— en su posible pureza», y llegó a manifestar su aflicción, por ejemplo, por que fuese cosa desesperada restablecer en América los sonidos castellanos de s y z. Que el seseo fuese general en América y en parte no despreciable de la Península era, para el purismo de Bello, no un testimonio de limpia simplificación y evolución fonológicas, sino la desafortunada extensión de una infección irreversible.

Rufino José Cuervo, el inmenso filólogo colombiano (el «descubridor lingüístico» de América [...]), tuvo que modificar sustancialmente su perspectiva purista inicial, de fidelidad a su maestro Bello, a medida que acrecentaba sus conocimientos lingüísticos y de historia de la lengua. Y en los diecisiete años que mediaron entre la primera edición de sus Apuntaciones críticas sobre el lenguaje bogotano (el lapso que va de 1867 a 1884), hubo de abandonar su inicial voluntad casi exclusivamente purista, que se había iniciado estigmatizando académicamente las corruptelas del habla de sus compatriotas en la forma de un libro de correcciones del lenguaje, para llegar a hacerse cargo y verse forzado a exponer la impensada evidencia de que el «instinto popular» es una de las fuerzas que determinan la vida de la lengua, que buena parte de los vulgarismos que se denunciaban son el resultado de la obediencia a las leyes del castellano y corresponden al desarrollo natural del lenguaje. Mientras, por el contrario, son muchas las formas cultas, fieles a las exigencias académicas de naturaleza fonético-etimológica, las que contrarían el genio de la lengua. Así se afianzó en Cuervo la certeza de que el español de América no es el mero dominio de la corrupción provocada por los naturales, sino una variedad legítima, en ocasiones más fiel a los orígenes del idioma que las evoluciones peninsulares y, para peor, científicamente indispensable, si se la quiere ver como un aporte testimonial a la historia de la lengua, que la variedad académica europea no siempre está en condiciones de ofrecer.

Así fue como el estudio de la realidad lingüística de América condujo a Cuervo a considerar en clave lingüística lo que inicialmente había enfrentado con la mirada de un gramático preceptista. A la sombra de Bello había visto las desviaciones como barbarismos, como abusos cuya proscripción era lícita; pero su conocimiento posterior le permitió forjar la oposición entre dos entidades legítimas: el lenguaje popular y el lenguaje literario, y proclamar que, aun siendo la variedad lingüística americana legítima y autónoma, no debería seguir su curso por separado, sino estableciendo el criterio de corrección en una instancia supranacional; es decir, observando las características propias de la lengua, su «tipo», y no prescribiendo como modelo un uso determinado. El uso de los buenos escritores, decisivo para Bello, será en cambio atendible para Cuervo sólo en tanto sea reflejo de ese «tipo» de lengua española, el que resulte de un desarrollo fiel a las leyes del idioma. [...] La evolución de su pensamiento lo llevaría finalmente al escepticismo, y sería una pequeña obra de nuestro compatriota (y miembro de esta Academia) Francisco Soto y Calvo, más precisamente, un léxico añadido a su poema rural Nastasio (1899), el que instalaría definitivamente en Cuervo la idea de que el español de América, al calor de su ímpetu evolutivo, del andar del tiempo y de las transformaciones ordinarias de las sociedades, habría de diversificarse en una pluralidad de dialectos diferenciados.

El purismo, al que renunció Cuervo por honestidad científica, había sido ya rechazado ideológica y precursoramente por la voluntad emancipadora americanista de la generación argentina de 1837, detrás de la cual anidaban el ideario romántico, el pensamiento de la filosofía herderiana y la escuela histórica del derecho, de Savigny, reivindicadores de las fuerzas creadoras del pueblo, de la unicidad de su historia y de la lengua como elemento configurador de una particular cosmovisión.

Las últimas formulaciones de Cuervo —y recurro una vez más a la autoridad de Guitarte— casi no fueron conocidas en el mundo hispánico. Esta ausencia conceptual determinó, en las estribaciones finales del siglo XIX, la paralela inexistencia de una política lingüística americana que pudiera encarnar la nueva situación del continente y, en consecuencia, una oscilación entre la adhesión a la norma española, claramente manifiesta en la fundación de academias nacionales correspondientes a la española, y conatos independentistas radicales, que se extremaron en el criollismo y en la voluntad de crear lenguas propias en la Argentina y en Chile. Fueron esbozos de proyectos de efímera duración, pero conflictos de identidad nacional que, en todo caso, explican la demora en la creación de nuestra Academia Argentina de Letras hasta 1931, sesenta años después de la colombiana, cincuenta y siete, de la ecuatoriana, y cincuenta y seis de la mexicana.

[Continuará en una segunda parte, donde transcribiré la información que nos da J. L. Moure sobre la evolución lingüística en América desde el siglo XX hasta nuestros días.]

Pilar Chargoñia (Montevideo, Uruguay)

 

3 comentarios

Anisótropo -

Pilar, qué acierto dejar que el discurso se exprese solo: me ha encantado. Una especie de héroe trágico, con una sana esquizofrenia... no se podría expresar mejor, desde luego.
Ya el título me deja con las mil y una dudas que tenemos todos los que estudiamos y amamos la lengua: Del purismo al desconcierto; y, con la lengua, ¿qué hacemos? Esa pregunta es hoy en día como el ¿de dónde venimos?, ¿adónde vamos? de todo lingüista, corrector, profesor... Me espero a la segunda parte.

Pilar Chargoñia -

Interneteca: Gracias por tus palabras. Los elogios y las propuestas corresponden ser ofrecidos a la cabeza pensante de este proyecto: Silvia Senz.

Interneteca -

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