Esther Benítez y mi viejo (y nuevo) amigo Nicolás
Yo leí todos los libros del pequeño Nicolás que cayeron en mis manos hace ya mucho tiempo. Y cayeron todos, claro, porque si combinamos a un niño que da la lata a sus padres para conseguir un libro, con unos padres confiados en que los libros siempre son una buena inversión con un hijo lector, el resultado es que, uno tras otro, en el cumpleaños, en el día del libro o porque sí, los libros reclamados acababan llegando.
Recuerdo que me reía a carcajadas. Se los prestaba a Blanca, una amiguita mía, y también se reía en voz alta. «Majencio, ¡qué idiota es!», nos decíamos y nos echábamos a reír como tontas.
Era la etapa del pequeño Nicolás. Hubo otras, claro, que compartimos también. Sin embargo, ésta fue la única en la que reímos así, tanto y tan ruidosamente.
Por eso el otro día, en la biblioteca, aunque no pensaba sacar ningún libro, no pude resistirlo. Estaba ahí, con el pequeño Nicolás en la cubierta, con una banda en diagonal que me decía «26 historias inéditas», ilustrado por Sempé, escrito por el siempre llorado René Goscinny, editado por la misma editorial donde me había leído todos los demás: Alfaguara. ¿Quién iba a resistirse? Hasta eché de menos no saber nada de Blanca. Tenía que conseguir encontrarla para volvernos a reír juntas.
En cuanto llegué a casa lo abrí. Comencé. Prólogo de la hija de Goscinny. Le agradecí haber descubierto y sacado a la luz estas historias y me enteré de que me esperaban dos volúmenes más: uno con veintiséis también y otro con veintiocho, todas ellas publicadas ya en Francia, en dos volúmenes.
Corrí al primer capítulo. Me sonreí con «El chiste». Seguí sonriendo con los demás. Y notaba un ritmo extraño y algunas expresiones que, no sé, no recordaba de mi Nicolás.
Fui a la habitación de mi hija mayor, cogí Los recreos del pequeño Nicolás, Madrid: Alfaguara, 1979. Nada más empezar a leerlo me reía como una tonta.
Entonces miré el nombre del traductor: Esther Benítez en todos los que tenía; Miguel Azaola en el que había sacado de la biblioteca. Ah, era eso.
«¿Pero qué narices le pasa a Alfaguara con Esther Benítez?», me pregunté. Y como no tenía ni idea ni sabía a quién preguntar, hice lo que hago cuando no sé qué hacer: buscar en Google. A mi búsqueda respondió en pocos segundos y así descubrí que a Alfaguara no le pasaba nada, que era a Esther a quien le pasaba: había muerto, y de hecho, cuando esto ocurrió, salieron muchísimos compañeros traductores a homenajearla con su pluma, e incuso instituyeron un premio en su nombre; pero yo no me enteré de nada, como no me había enterado de que cuando me reía tanto no se lo debía sólo a Goscinny y a Sempé, sino también a ella.
Miguel Azaola es un traductor magnífico, bregado en la traducción de LIJ del más endiablado y fino humor, como los Cuentos en verso para niños perversos, de Roald Dahl. Gracias a él muchos hemos disfrutado de mil y una historias. Y sin embargo, y sin querer hacerle de menos, cómo me gustaría recuperar mi risa.
Eso sí, Miguel es un hombre valiente. Tras una traductora brillante, como es Esther Benítez, hay que ser muy valiente para traducir otras historias del pequeño Nicolás, como ha hecho Miguel Azaola. Pero las traducciones de Esther no eran sólo correctas: eran maravillosas, insuperables. Uno se partía de risa con el pequeño Nicolás en Alfaguara. En la misma Alfaguara, hoy, con El chiste, sólo me sonrío. Algo no me funciona.
Esther no pondría nunca «querido mío» en boca del papá de Nicolás. Es una expresión muy francesa, pero a mí no me cuela en español. Es muy correcto también el traducir el pretérito perfecto simple escrito en francés por el pretérito perfecto o compuesto en español, y sin embargo, qué bien quedaba que Esther lo mantuviera casi todo el texto en sus traducciones de Goscinny.
Hasta al empollón lo he tenido que buscar con lupa: ya no es Agnan, es Aniano. Será mucho más adecuado, pero lo cierto es que echo de menos a Agnan; hasta me parece que ahora no estudia tanto ni le hace tanto la pelota a la maestra.
No sé... Tal vez aproveche que el pequeño Nicolás tiene un blog (en francés, claro) para contarle a él, directamente, cómo Esther Benítez logró convertirlo en uno de mis amigos de la infancia más queridos y añorados.
Ana Lorenzo, Rivas Vaciamadrid (Madrid), España
4 comentarios
Miguel Azaola -
Tuve la suerte de conocer a Esther Benítez (y también a Isaac, su marido, pero esa es otra historia) tan de cerca como que yo fui uno de los responsables de la edición de sus "Nicolases". No en la Alfaguara del Grupo Huarte, sino en la etapa del Grupo Santillana, donde, como director editorial de Altea y Alfaguara Infantil, me cupo la satisfacción de anular el prehistórico contrato existente y redactar - a pesar de mis superiores - uno nuevo en que se reconocían los derechos de Tereto (que es como los amigos llamábamos a Esther) como autora de las traducciones de los libros en cuestión.
Por cierto que, en mis escasísimos ratos de ocio, yo también traducía por entonces algunos de los libros que luego publicaba, sobre todo cuando creía que con mi traducción podía dar mejor en el clavo que ninguno de los traductores que tenía a mano; de ahí mi versión de las "Revolting Rhymes" de Roald Dahl (los dichosos "Cuentos en Verso para Niños Perversos" - obsérvese la arbitrariedad del título en castellano ). Pero reconozco que, siendo un empleado decorosamente pagado, nunca se me ocurrió hacerme a mí mismo un contrato ni mucho menos percibir un céntimo por esas traducciones, que fueron unas cuantas...
Han pasado muchos años de todo aquello y hace ya 22 que resido en Londres, donde, tras nuevos avatares editoriales, me jubilé hace cinco años. En el Reino Unido he simultaneado otras actividades profesionales con el oficio de traductor, al que ahora mismo, sobre todo desde que pertenezco a las llamadas "clases pasivas", dedico buena parte de mi tiempo. Eso sí, aunque lo hago mucho más por placer que por el escaso dinero que supone, esta vez median contratos, facturas, royalties y toda la burocracia legal correspondiente.
Así las cosas, a mediados de la década pasada tuve una inesperada oferta de mi ex-editorial Alfaguara infantil para hacerme cargo de la traducción de unas aventuras inéditas del pequeño Nicolás recién descubiertas y publicadas en Francia. Y yo, sabiendo que Esther Benítez ya nos había dejado y siendo el francés mi segunda lengua, acepté encantado lo que consideré un privilegio: continuar la labor de mi muy respetada y admirada Tereto. Puse pues manos a la obra y, además de pasarlo muy bien, creo que hice lo que honestamente considero un buen trabajo. Pero era obvio que ni el estilo podía ser idéntico al previo (so pena de caer en el plagio) ni yo podía estar de acuerdo con el 100% de las opciones preferidas por la traductora original: así, si Tereto había traducido Maxence por Majencio (que por cierto, querida Ana, no es idiota; el idiota es Mamerto, mi hijo me lo recordó el otro día), Alceste por Alcestes, Rufus por Rufo y Geoffroy por Godofredo, me parecia incongruente que Agnan no tuviera su nombre de pila en castellano como todos los demás chavales del grupo, y por eso lo cambié por Aniano. Y como este hay muchos otros cambios que, si bien no pueden pasar desapercibidos para los "nicoladictos" nostálgicos de generaciones pasadas (entre los que me incluyo), no tienen por qué afectar en absoluto a la presente, a la que está prioritariamente dirigido el texto.
La decisión de volver a traducir los "Nicolases" de Tereto me la planteó la editorial más tarde, como una petición de la familia de Goscinny, que quería darle coherencia de estilo al conjunto y, según me dijeron (y luego me confirmó en Londres el yerno de Goscinny), había acogido muy positivamente mi traducción de los "Inéditos". No conozco de primera mano la solidez del criterio con que la hija del autor podía juzgar mi texto. Sí sé que Goscinny había vivido en Buenos Aires 17 años (de los 2 a los 19) y que su castellano era perfecto. Al parecer, su hija Anne, a la que no conozco, lo habla también En cualquier caso, me pareció que no podía negarme. Creí, y creo, que lo coherente era aceptar el encargo y además me apetecía. De modo que mi disfrute se prolongó unos cuantos estupendos meses más.
Considero que el conjunto original de los "Nicolases" es una obra espléndida y de hecho se ha convertido ya en un clásico de la literatura infantil francesa. Mi traducción es, como todas, imperfecta, discutible y su valoración depende en gran medida de los gustos del lector, pero, si este conoce la versión de Esther Benítez, en otra medida nada desdeñable estará necesariamente influída por el recuerdo vivo de un gran texto castellano. Y (salvando todas las distancias, claro) tendrá un poco la misma sensación que si de pronto leyera en algún sitio: "En un lugar de La Mancha cuyo nombre no quiero recordar" Qué le vamos a hacer. Mea culpa, pero no me arrepiento.
Un abrazo afectuoso a la hija de mi querida Tereto. Si quieres mi dirección de email, dímelo.
Joan -
Muchas gracias. Cordialmente,
Joan
MH -
No sabía que Alzola había traducido los cuentos en verso (cómo se ríe mi hijo mayor con esa Caperu). Pero es verdad que a la nueva traducción le falta la chispa. Y lo peor es que están retraduciendo algunos de los que ya tradujo mi madre...porque, dicen los responsables de Alfaguara...el lenguaje quedaba viejo para los niños de hoy.
Claro, habría que reescribir también el Lear... En fin, me queda el consuelo de que al menos no son motivos de cicatería económica lo que hay detrás: Alzola cobra sus royalties, su porcentaje de derechos de autor, como los cobraba mi madre (después de pelear por ellos, y de que se los guindasen temporalmente). Así que, por ese lado, Esther habría estado contenta.
Yo, no tanto. Pero ¿qué se le va hacer? ;)
Carlos Romero -