Lecciones de lengua, traducción, edición y consumo cultural (a cargo de Javier Marías)
Ayer, en El País, Javier Marías comentaba así el segundo de dos reportajes (1 y 2, este último puntualizado posteriormente en una carta al director) publicados, respectivamente, en el suplemento Babelia y la sección «Cultura» del diario, acerca del arte invisible de la traducción y de la precariedad laboral que afecta a los traductores de libros. En el más reciente de estos reportajes, «Traducciones crecientes, dinero menguante», se recogían con particular detalle los resultados de un reciente estudio socioprofesional realizado por la ACEtt sobre las condiciones de trabajo de los traductores de libros en España, en la línea del estupendo Libro Blanco de la Traducción en España (reseñado aquí: 1, 2, 3 y 4), que esta misma asociación publicó en 1997 y que aún puede adquirirse solicitándolo en la asociación y consultarse en bibliotecas universitarias.
De lo que denuncia Marías —que no es la primera ni la segunda vez que critica la situación de la traducción y la edición en España— entresaco este párrafo:
Más de una vez he hablado del lamentable estado de nuestra lengua y de nuestras traducciones en particular, de las cuales nos nutrimos tanto o más que de lo escrito en español (¿o es que no son traducción innumerables noticias de prensa y televisión, o los subtítulos de las películas y las series?). Pero es que el círculo vicioso ya está creado, gracias en buena medida a los editores iletrados y avaros: éstos dan el trabajo al más pringado, éste aplica la ley de la jeta y no se molesta en mejorar, los críticos casi nunca enjuician las traducciones, para bien ni para mal, de modo que esos editores a los que se les debería caer la cara de vergüenza por ofrecer productos defectuosos cuando no infames, jamás son reprendidos por nadie ni ven disminuir sus beneficios, como merecerían; y a los lectores, por último, parece darles todo igual, o ya no saben distinguir. Hoy hay muchos que creen estar al día y haber leído a los mejores autores extranjeros, cuando lo único que han leído es un burdo simulacro, patoso y lleno de infidelidades y errores, de lo que originalmente escribieron. Así como uno no compra la leche Tal o los embutidos Cual, la nevera X o el ordenador Z porque sabe que son una porquería, a estas alturas deberíamos ya saber que de la editorial H o V uno jamás debe adquirir un libro traducido. Yo mismo podría darles aquí una pequeña lista, pero esa no es mi misión. Lo sería de los críticos, en primer lugar, y de los propios lectores a continuación. Y sólo así, al cabo del tiempo, podría acabarse con lo que expresaba un veterano traductor en el reportaje mencionado: «Hasta que podamos demostrar que las traducciones, las buenas y las malas, afectan a las ventas, a las editoriales les importarán un comino». Las traducciones también conforman —cada vez más— nuestra lengua, y ésta, francamente, jamás debería importarnos un comino a ninguno de los que la hablamos.
Poco que comentar a esta andanada de Marías. Lo que se dice es lo que hay, bastante lo sabemos. Sólo añadir que todas las asociaciones profesionales que, como ACEtt y Unico, realizan estudios de este tipo, deberían trabajar coordinadamente, compartir datos y experiencias, no en vano todos los profesionales del libro y de la producción textual formamos parte de una misma cadena y estamos a merced de una misma filosofía y una misma política de producción cultural. A estas alturas, el propio Javier Marías debería saber —no ya como traductor que ha sido, sino como autor y editor que es— que una edición esmerada pasa por muchas manos. Como académico de la lengua y flagelo de los malos usos ajenos, Marías debería, además, plantearse si a su libérrima interpretación del léxico y la gramática —puesta en evidencia por sus críticos más feroces— le corresponde un sillón en una institución que supuestamente no persigue ya un ideal lingüístico (pureza) y estilístico (elegancia), basado en modelos ejemplares de la lengua escrita (los doctos y los buenos escritores), sino que tiene como objeto velar por la unidad del idioma, observando el uso diario y recogiendo las manifestaciones comunes y generalizadas en una propuesta de español estandarizado: la norma culta panhispánica.
Por otra parte, si, como señala Marías, el libro es un producto, es responsabilidad de los lectores reclamar por un producto defectuoso, llevando su queja a las últimas consecuencias. (En esta bitácora ilustraremos en breve sobre los pasos que hay que dar en este sentido.) Atañe sólo al lector exigir a las editoriales servicios de atención al cliente como es debido, reclamar a la crítica valoraciones formales de cada obra, y solicitar a las instituciones culturales y de defensa del consumidor la creación de leyes que amparen estas quejas y de la figura de un defensor del lector de libros, que ponga coto al negocio a costa de la educación y la cultura —del que hemos tenido ejemplos bien recientes precisamente en ese diario en el que escribe Marías.
Silvia Senz (Sabadell)
4 comentarios
Mar Rodríguez -
Gracias por la dirección del cuaderno de bitácora, me parece muy interesante :-).
Saludos,
Mar
Lavanajaenelojo -
Sobre el mismo tema, visita también: http://traduccionydoblaje.blogspot.com/index.html
Silvia -
Carme -
Un saludo muy cordial,
Junta de ACEtt