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¿Un estándar único sin unidad política, económica ni identitaria?

¿Un estándar único sin unidad política, económica ni identitaria?

Los lectores catalanohablantes o catalanoentendedores de este blog, que son muchos, no tendrán dificultad para leer este extracto de una ponencia del ex-corrector y jefe de Edición del diario Avui e integrante de la nueva cabecera Ara, Albert Pla Nualart, cuyo rodaje y preparación profesional (tan rara entre los correctores de castellano en España, y que no se me ofenda Magí Camps...) le han permitido cuestionar el modelo general de lengua que el catalán ha heredado de Pompeu Fabra. Para los que no puedan leer con facilidad este texto se lo he traducido abajo.

Verán los lectores que, pese a que se está hablando del estándar (o más bien del modelo de lengua culta) de una lengua minorizada (que no minoritaria), largamente interferida por el castellano, y de los intentos de conformar una lengua formal de referencia general para todo el (fragmentado) territorio de habla catalana, los asuntos que se plantean son también trasladables al castellano.

No somos muchos los correctores, editores o traductores de o al español que, como Albert para su lengua de trabajo, solamos plantearnos el modelo de lengua culta con que contamos, su evolución, su adecuación a las necesidades de los hablantes, de la comunicación internacional y científica o de ciertos sectores económicos, o incluso la posibilidad de que continúe siendo único en un territorio lingüísticamente tan diversificado y tan desconocido, identitariamente tan complejo, y sin unidad política ni convergencia verdadera de intereses, más allá de la política panhispánica que se promueve desde España y de la estructura de la asociación de academias.

Vaya, no es que no seamos muchos los que nos planteamos estas cuestiones: es que somos cuatro gatos, de este lado del Atlántico (sobre todo) y también del otro. Y eso es tremendamente empobrecedor para nuestra labor, porque nos convierte en meras correas de transmisión de un ideal de lengua que a menudo ni siquiera comprendemos y que probablemente no compartiríamos si lo entendiéramos, cuando podríamos ser la avanzadilla de ciertos cambios necesarios en el tratamiento del lenguaje escrito o del hablado de los medios sujetos a controles de calidad.

Puesto que algunos de los profesionales que podríamos contribuir a este debate en torno al castellano estamos vetados en los escasos foros de los organismos normalizadores «oficiales», tal vez la recién creada lista LUN (ya con un centenar de miembros de ambas orillas, en su mayoría del mundo profesional y universitario) sea un lugar donde iniciar ese necesario diálogo.

Aquí el aleccionador (por su capacidad de cuestionamiento) texto de Nualart:

 

sábado 4 de diciembre de 2010

¿Estándar único sin unidad política?

por Albert Pla Nualart

[...] Crear un estándar tras unas paredes gruesas y rodeado de sabios que rebuscan en libros, o incluso enseñarlo en unas aulas a unos alumnos que sólo quieren aprobar, no es lo mismo que convencer a aquel escritor, actor o presentador de que aquello que dice o escribe no está bien. Los académicos se revisten de autoridad, tienen la sartén por el mango. Los correctores tienen sólo la fuerza de sus argumentos, y eso los hace conscientes, dolorosamente conscientes, de la debilidad de algunos argumentos que, dictados desde la academia, parecen impecables.

Los correctores lidiamos con dos frases: «Eso no lo dice nadie», «Eso lo dice todo el mundo». Lo que no dice nadie es lo que queremos que digan. Lo que dice todo el mundo es lo que queremos que no digan. Y en este esfuerzo a contracorriente vemos que nuestro crédito, por momentos, hace aguas.

Y la pregunta que todos nos acabamos haciendo, si no somos abúlicos, es la siguiente: ¿cuál es la distancia razonable entre el estándar, entendido en el sentido amplio (con todos los registros), y la lengua que a los hablantes a quienes corregimos les brota de dentro?

Hay una respuesta académica clara: justamente porque a cada hablante le sale de dentro una lengua diferente es necesario un estándar inevitablemente convencional que unifique esta diversidad, que sea la lengua de todos sin ser la de nadie.

Con este argumento podemos hacer callar a un alumno en un aula, pero al corrector no lo convence. Y no lo hace porque lo que él ve a diario es que parte del estándar que tiene que vender no es —en efecto— la lengua de nadie; es un puro artificio, mientras que parte de lo que les sale a los corregidos tiene una gramática y una unidad que, si conformaran el estándar, le ahorrarían a él muchos quebraderos de cabeza y harían que todo el mundo se sintiera más cómodo hablando correctamente.

Entonces el corrector, si tiene inquietudes intelectuales, se pregunta: ¿qué ha llevado a este artificio?, y: ¿qué impide que un uso general, arraigado y no interferido, conforme la lengua correcta? Y para contestarlo intenta entender qué pretendía Pompeu Fabra cuando codificó la lengua.

Y constata que Fabra separa el estándar, más de lo que habría hecho falta, de la lengua espontánea de la mayoría por tres razones: a) no acepta parte de la evolución de la lengua a partir del siglo XV; b) quiere elaborar un único estándar para el conjunto del dominio lingüístico (con algunas variantes morfológicas); y c) tiene un ideal de lengua lógica que es extrínseco a la lógica de la lengua.

Estas tres razones se mezclan y se confunden en algunas de las normas, sobre todo sintácticas (por ejemplo, la distribución de per y per a o la norma del cambio y caída de preposiciones), que hoy crean más problemas a los usuarios.

La tercera razón ya la he pronunciado con la crítica a dintre y la primera suscita dos preguntas bien obvias. Una: ¿como podemos diferenciar la evolución genuina del envilecimiento (así lo llama Fabra) en los cambios que experimenta el catalán a partir del siglo XV? Y la otra: ¿el estándar se tiene que basar en la lengua que hablamos o en la lengua que habríamos podido hablar si la historia hubiera sido otra?

Pero es la segunda razón en la que querría centrarme en esta comunicación: la de conformar un estándar único con algunas veleidades polimórficas.

Sabemos que un estándar único puede hacerse de dos maneras: haciendo convergir todos los dialectos en lo que podríamos nombrar estándar composicional o basándolo en un solo dialecto, que, por lógica, parece que tiene que ser el de más peso demográfico, económico y social.

¿Y qué hizo Fabra? Un poco de todo. Desde unos inicios muy barcelonistas fue abriendo el abanico hasta que al final el estándar quería y no podía, se basaba en el central pero no del todo. Y, más que mezclar dialectos, mezclaba —sobre todo en algunos puntos de sintaxis— formas antiguas con formas modernas, partiendo de la base de que un camino superador de la diversidad dialectal pasaba por depurar (un eufemismo de descastellanizar): construir el catalán hipotético que habría tenido un país soberano, tomando como base la lengua medieval y como referente las otras lenguas románicas.

En el estándar final, por suerte, también pesó mucho el realismo. Y el estándar que tenemos hoy en Cataluña baja al suelo más de lo que permitirían suponer estos presupuestos teóricos.

Ahora bien: allí donde el estándar pretendía ser más composicional es donde más ha fracasado y fracasa, es donde la norma no se interioriza, no se traslada a la lengua oral y se convierte, en definitiva, en un obstáculo que impide a muchos profesionales ser lingüísticamente autónomos. [...]

Hay una diferencia fundamental entre lo que hoy entendemos por estándar y lo que entendía Fabra por lengua literaria. Fabra nunca concebía que los usos marcadamente coloquiales formaran parte del estándar. Al principio del siglo XX, el uso público se asociaba sólo a registros formales.

Pero si el estándar es la variedad adecuada para dirigirse a todo el dominio lingüístico, hoy tiene que incluir todos los registros. Porque en los modernos medios de masas tienen más peso los registros informales que los formales.

Pongo siempre el mismo ejemplo. Muchos filmes extranjeros doblados al catalán contienen escenas de un registro informal y marcadamente coloquial. Por un principio elemental de verosimilitud estas escenas no se pueden traducir a un estándar artificioso. Al espectador de Barcelona le chirría que un hispano del Bronx, para decir «li va dir que vingués» diga «li ho va dir» [y no el incorrecto «l’hi va dir», que él diría].1Parecería un hispano del IEC.

Pero cuando el espectador de Valencia oye este «l’hi va dir» y no el «li ho va dir» que él diría, sabe que el hispano habla como si fuera de Barcelona y eso, dependiendo de complejos factores sociales, culturales y políticos, también lo puede hacer sentir muy incómodo.

Lo que a mí me parece claro es que hoy el estándar se tiene que basar en un dialecto real y no en una mezcla de dialectos, y que por el peso que tiene la lengua oral, no se tendría que apartar mucho (especialmente en sintaxis) de los usos orales mayoritarios de aquel dialecto. Siempre entendiendo que la interferencia del castellano tiene que quedar excluida.

Pensar que alguien hará un uso de per y per a o de los pronoms febles sustancialmente diferente según el grado de formalidad con que hable me parece una ingenuidad. La sintaxis es demasiada inconsciente para que se pueda pedir al hablante este nivel de autocontrol.

Excluida la posibilidad de un estándar composicional o convergente, la gran pregunta es: ¿podemos convertir el estándar basado en el central en lo único de todo el dominio lingüístico?; ¿es bueno que lo hagamos? [...]

Nadie duda de que, para la supervivencia del aranés o del gallego, aceptarse como variante dialectal del occitano o el portugués habría evitado su lenta disolución en las lenguas vecinas. Pero éste es un argumento racional que poco puede hacer ante la resistencia emocional a sacrificar identidad. Sólo la coerción institucional puede vencer esta resistencia.

Para catalanes y valencianos someterse a un único estándar, sea el valenciano o el catalán, daría más opciones de futuro a la lengua. Pero éste, vuelvo a decirlo, es un argumento racional que mueve a bien poca gente. Y el peligro de apoyar la normalización en este argumento es que anime tan poco que la lengua muera por falta de uso.

Mientras la realidad sea la que es, hará mucho más por la vitalidad del valenciano un estándar en que los hablantes se reconozcan y se identifiquen que uno basado en el barcelonés o creado con el artificio composicional. Y exactamente lo mismo podemos decir del estándar de Cataluña o de las Baleares.

Pero en Valencia, donde la lengua tiene una salud mucho más precaria que en Cataluña, darse cuenta de eso, no equivocarse de estrategia, es una cuestión de vida o muerte. Ahora es la hora del uso, de la extensión del uso.

Si algún día se crea, como de hecho en parte ya existe, un mercado único o un universo mediático único para todo el dominio catalán, que pida la existencia de un supradialecto único, las leyes de este mercado seguramente acabarán decantando la balanza a favor del dialecto más potente en aquellos usos de la lengua de ámbito más general.

Mientras tanto, el diálogo y el respeto mutuo entre el Institut d’Estudis Catalans y la Acadèmia Valenciana de la Llengua parece la vía más inteligente y eficaz de defender la lengua común.


Extracto de la comunicación titulada «El estándar único sin unidad política o el carro delante de los bueyes», pronunciada en la II Jornada sobre el Valenciano, «Pedagogía (lengua y literatura), uso social y normativa», organizada por la asociación Mesa de Filología Valenciana, Alzira, 23 de octubre del 2010.

1 Este mismo efecto causaría que en un doblaje hecho en España, para decir “Les dijo que vinieran” a un hispano del Bronx se le haga decir “se lo dijo” en lugar de “se los dijo”.

 

Silvia Senz

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