Precio único para los libros mexicanos
Por estos días dos sucesos han marcado cambios en el panorama del libro en México. Uno es la inauguración, el 25 de abril, de la librería Rosario Castellanos en los predios donde estuvo un legendario cine de la ciudad de México, el cine Lido. Además de sus grandísimas dimensiones, tiene los anexos habituales de toda librería de buen tamaño: sala de cine y de usos múltiples, sala infantil y juvenil, sección de venta de discos y películas, sección de exposiciones temporales y la infaltable cafetería. El conjunto pertenece al Fondo de Cultura Económica. No voy a detenerme aquí ahora, porque si como colaborador del FCE he sufrido durante varios años los inconvenientes que trajo la construcción de un proyecto tan caro, como lector aún no he visitado el sitio, y es fácil adivinar que quien se asome se sentirá maravillado. En cambio, haré un comentario sobre una nueva ley.
El 26 de abril, la Cámara de Diputados de México aprobó una Ley de Fomento de la Lectura y el Libro. Del conjunto de la ley, lo que causó una polémica sorda y constante durante varios meses fue la institución del sistema de precio único.
En general, los opositores a la nueva norma se quejan de que el precio único va a acabar con los descuentos que ofrecen las grandes librerías y las ferias y que se sustrae al libro de la economía real de la oferta y la demanda. No estoy de acuerdo. Me parece que el verdadero problema está en que los legisladores no consideraron un problema lateral: el mal sistema de distribución que tenemos. En particular, dos aspectos de este sistema estorban las bondades del precio único. El primero es que la red nacional está centralizada al grado de ser obsoleta. Una pequeña librería de alguna ciudad que esté a más de dos o tres horas de la ciudad de México (digamos, Xalapa al este o Morelia al oeste) paga más por recibir sus libros y, sin embargo, tendrá que venderlos al mismo precio. Como se ve, el precio único debería ser una ventaja para el lector de esas ciudades, pues ya no tendría que cubrir el costo del transporte; pero si los costos ahorcan a la pequeña librería, al final nuestro lector hipotético pagará carísimo su libro.
El segundo obstáculo de la distribución es que las editoriales acostumbran fijar un límite mínimo a los pedidos de las librerías, lo que nuevamente lastima a las librerías pequeñas.
La mayoría de los libreros están de acuerdo con la ley, porque termina definitivamente con la guerra de precios que beneficiaba a ciertos títulos y a las grandes cadenas. Sin embargo, para muchas librerías pequeñas la desaparición de un problema les traerá otro. ¿Cómo se resuelve? Hay dos medidas inmediatas. Una, que las propias librerías tracen canales de distribución comunes que por lo menos les den más fuerza a la hora de hacer pedidos a las editoriales. La otra es un programa oficial de beneficios fiscales. La ley exige que se establezca una comisión de fomento a la lectura. Si esta comisión se deja de iniciativas cosméticas y ocasionales, acaso vea que facilitarles la gestión de su empresa a las librerías pequeñas es una forma práctica y sensata de que sobrevivan.
Tendremos, pues, un sistema más ordenado y racional. Es también un buen momento para abordar los problemas más imperiosos y resolverlos.
Javier Dávila, ciudad de México
2 comentarios
Pilar Chargoñia -
¿El silencio es la mejor respuesta a intervenciones como esta? No estoy segura, es por esto que ahí queda.
Osiris -
Aceptas Javier Davila?