Interpretación de «Las alarmas del doctor Américo Castro». O sobre la dificultad de divulgar el ingenio borgiano
El ensayo de J. L. Borges, «Las alarmas del doctor Américo Castro», incluido en el libro Otras inquisiciones (Emecé, Buenos Aires, 1960), donde responde a las palabras que Castro expresara en La peculiaridad lingüística rioplatense y su sentido histórico (Losada, Buenos Aires, 1941), debería poder leerse en la red. Es un texto relativamente corto, no es fácil de encontrar, el autor es universal, el tema, si no universal, sí de la lengua en que nos expresamos: reúne todas las condiciones, o muchas, por las que internet sería un sitio perfecto para que este ensayo fuera accesible a todos. Al pedir los permisos correspondientes a María Kodama y Emecé Editores S. L., estos me fueron denegados a través de su abogado, Mario Orlando.
Por ese motivo redacto lo que califico de interpretación del ensayo borgiano:
Interpretación de «Las alarmas del doctor Américo Castro»
Desde el comienzo, el autor argentino nos plantea un juego de espejos lingüísticos: si el académico Castro incurre en desmesura al calificar de problema a la variedad rioplatense, él, Borges, empezará diciendo que «La palabra problema puede ser una insidiosa petición de principio». No será menos desmesurado que Castro —que observa «un desbarajuste lingüístico en Buenos Aires»—, al ejemplificar que hablar del problema judío significará un postulado: que los judíos son un problema y por ello cabe recomendar su exterminio. Estos falsos problemas, dice, promueven soluciones que también son falsas, y los compara, para no ser menos que Castro —que lanza la teoría del «lunfardismo» y de la «mística gauchofilia»—, con un clásico de la literatura latina, la Historia natural, de Plinio, donde, al decir que los dragones atacan a los elefantes durante el verano, establece el postulado de que buscan beberles su sangre fría.
Nos dice Borges que, para demostrar la tesis de la corrupción del idioma español en el Río de la Plata, el doctor Castro echa mano a un recurso tan sofístico como candoroso, y lo califica de este modo para no poner en duda, nos aclara, su inteligencia ni su probidad. Castro acumula trozos literarios de autores que usan el lunfardo, sin percatarse de que este lenguaje es caricatural, intencional, un recurso literario: «Con un feca con chele / y una ensaimada / vos te venís pal Centro / de gran bacán». El académico, señala Borges, los califica de «síntomas de una alteración grave», cuya causa remota son «las conocidas circunstancias que hicieron de los países platenses zonas hasta donde el latido del imperio hispano llegaba ya sin brío». Del mismo modo, sigue el autor argentino, se podría argumentar que, según las coplas de Rafael Salillas (El delincuente español: su lenguaje, 1896), en Madrid ya no se habla español: «El minche de esa rumi / dicen no tenela bales; / los he dicaito yo, / los tenela muy juncales...»; comparado con el lunfardo, estos versos son aún más oscuros. Del lunfardo, Borges elige un ejemplo especialmente difícil, por su libre juego fonético: «El bacán le acanaló / el escracho a la minushia; / después espirajushió / por temor a la canushia...» (de Luis Villamayor: El lenguaje del bajo fondo, Buenos Aires, 1915).
En otras páginas de su obra, sigue diciendo Borges, el doctor Castro promete un libro más sobre el problema lingüístico de Buenos Aires, y también se ufana de entender un diálogo campero donde los personajes «usan los medios más bárbaros de expresión, que sólo comprendemos enteramente los familiarizados con las jergas rioplatenses». Pero Borges aclara que no hay jergas en Argentina, salvo el lunfardo, al que califica como «módico esbozo carcelario que nadie sueña en parangonar con el exuberante caló de los españoles». Esta última expresión la coloca entre paréntesis, y curiosamente, las oraciones intraparentéticas borgianas suelen ser directas, fuertes; opiniones vertidas dentro del texto que desnudan el pensamiento de su autor como si nos hablara distendidamente frente a un café. El lenguaje argentino no padece de dialectos, sigue diciendo Borges, pero sí de institutos dialectológicos que rechazan las jerigonzas que inventan, como el gauchesco, basados en Hernández y su Martín Fierro, el cocoliche, en el teatro popular de los Podestá y el vesre, en el lenguaje de los estudiantes liceales. Borges ha viajado por varias zonas españolas (Cataluña, Alicante, Andalucía, Castilla) y ha vivido en Valldemosa y Madrid, y dice: «no he observado jamás que los españoles hablaran mejor que nosotros. (Hablan en voz más alta, eso sí, con el aplomo de quienes ignoran la duda.)». Esta última frase es la que suele citarse con más frecuencia cuando se alude a la respuesta de Borges. Lo que en primera instancia puede parecer un sentimiento antiespañol es, en cambio, otro reflejo de la actitud antiargentina del doctor Castro.
Agrega Borges que el doctor Castro atribuye arcaísmo al lenguaje de los argentinos, comparándolo con los usos de San Mamed de Puga, en Orense; si estos olvidaron una acepción de una palabra, pues los argentinos deberán olvidarla también. El español, dice Borges, es facilísimo, nada dificultoso a pesar de sus imperfecciones (predominio de las vocales, excesivo relieve de las palabras, ineptitud para formar palabras compuestas); plantea que es arduo sólo para los españoles y, tal vez, aventura con suprema ironía, sea así porque los turban las atracciones del catalán, del bable, del mallorquín, del galaico, del vascuence y del valenciano; tal vez por un error de la vanidad; tal vez por cierta rudeza verbal (confunden acusativo y dativo, dicen le mató por lo mató, suelen ser incapaces de pronunciar Atlántico o Madrid...). Aquí cabe que nos preguntemos, retóricamente, sobre los sentimientos del escritor argentino: ¿hay molestia, furia, desprecio, o apenas fría ironía de espejos conceptuales?
En otras páginas, Borges enumera las supersticiones convencionales del doctor Castro: desdeña unos autores a favor de otros, niega nada menos que el tango (!) pero respeta las jácaras. Proscribe unas palabras, se resigna a otras... Ataca los idiotismos americanos, porque los idiotismos españoles le gustan más. Pretende arbitrariamente que se usen términos y expresiones españolas, y se equivoca mucho, como cuando dice que los porteños dan a la langosta el nombre de acridio, o cuando revela que taita significa padre en arrabalero.
Por si esta sarta de arbitrariedades fueran insuficientes, el estilo literario del doctor Castro es —y Borges da ejemplos contundentes— comercial, de una superficialidad de pensamiento que incluye el dislate: «Surge entonces lo único posible, el tirano, condensación de la energía sin rumbo de la masa, que él no encauza porque no es guía sino mole aplastante, ingente aparato ortopédico que mecánicamente, bestialmente, enredila al rebaño que se desbanda» (págs. 71 y 72). En la página 31 de su libro, el doctor Castro busca el término justo: «Por los mismos motivos por los que se torpedea la maravillosa gramática de A. Alonso y P. Henríquez Ureña» (pág. 31). Este estilo conjuga términos de la radiotelefonía y el fútbol, dice Borges, y nos muestra este texto de A. Castro: «El pensamiento y el arte rioplatense son antenas valiosas para cuanto en el mundo significa valía y esfuerzo, actitud intensamente receptiva que no ha de tardar en convertirse en fuerza creadora, si el destino no tuerce el rumbo de las señales propicias. La poesía, la novela y el ensayo lograron allá más de un “goal” perfecto. La ciencia y el pensar filosófico cuentan entre sus cultivadores nombres de suma distinción».
A sus errores y escasez culturales —según Borges—, el doctor Castro suma el ejercicio de la pobreza moral al decir: «Lanzarse en serio, sin ironía, a escribir como Ascasubi, Del Campo o Hernández es asunto que da en qué pensar». ¡El doctor Castro —me asombro yo— está hablando de los clásicos de la literatura rioplatense! ¿Cómo reaccionarían los españoles si un académico argentino despreciara a sus autores clásicos, a aquellos que supieron interpretar el alma —y el lenguaje— de su pueblo? Borges se limita a transcribirnos las últimas estrofas del Martín Fierro (1872), del poeta y periodista José Hernández (Buenos Aires, 1834-1886). Parafraseando al doctor Castro, Borges nos pregunta, también en serio y sin ironía, quién resulta más dialectal, si el cantor del Martín Fierro o el pésimo redactor que es el doctor Castro.
Finaliza su respuesta con una de una sorna que nos obliga a hilar fino y comprender que el juego de los espejos ha sido llevado al máximo: el doctor Castro ha enumerado algunos escritores cuyo estilo es correcto; a pesar de la inclusión de mi nombre en ese catálogo, no me creo del todo incapacitado para hablar de estilística.
Touché!
Pilar Chargoñia (Montevideo)
3 comentarios
cari -
Pilar Chargoñia -
Mi intención al escribir esta modesta interpretación (leído en directo el ensayo es más preciso, más contundente, más directo) fue dar un respaldo a los artículos académicos que me gusta divulgar, donde las referencias a este ensayo borgiano (o borgeano) son constantes.
Un abrazo.
Ana Lorenzo -
Un beso de una española que habla en voz más alta, pero no porque ignore la duda; debe de ser porque en Madrid si no no te oyes ni a ti mismo.