Una España plural de pandereta
Tras la muerte del dictador, el sempiterno problema de la construcción de España, agravado por la exacerbación del nacionalismo español, que dio origen a dos dictaduras en el siglo xx, a una guerra civil, a un grado máximo de hostigamiento y persecución del resto de comunidades lingüísticas de España, y a una represión atroz de las fuerzas opositoras, no quedó en absoluto resuelto con la transición del país hacia la democracia y la creación de un modelo de administración territorial descentralizado (el Estado de las autonomías). Idealizada como un modelo de consenso y reconciliación y como garantía de la pluralidad, la transición democrática española ha supuesto, de hecho, la consagración y definitiva legitimación del nacionalismo español como nacionalismo de Estado, y del unitarismo como modelo político. Basta leer la Constitución española de 1978 para constatarlo:
En primer lugar, la Constitución se fundamenta en la «indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles» y declara como nación única a la española; al resto de naciones se refiere como nacionalidades (Constitución Española vigente [CEV en adelante], tít. preliminar, art. ii). Pese al reconocimiento de las comunidades con lengua, fueros y gobiernos históricos propios, particularmente durante la Segunda República (las llamadas «comunidades históricas»; CEV, tít. x, disposición adicional primera), y pese a que fueron precisamente sus reivindicaciones las que movieron a buscar una fórmula de conformación territorial que les diera acomodo, la negación de la existencia de más nación que la española (de matriz castellana) y la progresión del Estado de las autonomías hacia un federalismo cada vez más simétrico (el famoso «café para todos») ha acabado difuminando ante la opinión pública los sentimientos nacionales de estas comunidades y generando frustración y verdaderos cul-de-sac políticos, que evidencian la nula disposición a configurar un Estado plurinacional.
A continuación, identifica España con la lengua castellana, a la que, a efectos internos, mantiene el privilegio de ser la única lengua oficial y de obligado conocimiento en todo el territorio (CEV, tít. preliminar, art. iii). Con ello, establece una política lingüística jerárquica (cf. E. Boix-Fuster, 2008), basada en la desigualdad entre lenguas (ergo, en la idea de que hay lenguas mejores que otras y comunidades lingüísticas autóctonas con más derechos que otras) y consagra la situación de diglosia conflictiva de las comunidades sometidas a castellanización —llamarlas bilingües es un eufemismo que elide el proceso por el que se ha alcanzado el bilingüismo— por muchas campañas de normalización que desarrollen las comunidades autónomas con lengua propia reconocida. Que el Gobierno del Estado haya estado en manos de partidos denominados «socialistas» no ha modificado un ápice este trato desigual.
Adjudica a las Fuerzas Armadas el papel de garante de la integridad territorial de España (CEV, tít. preliminar, art. viii), una evidente coerción de cualquier aspiración soberanista. Para reforzar este papel del Ejército en el imaginario colectivo, el día de la fiesta nacional (día de la Hispanidad, 12 de octubre) se celebra todos los años en la capital del Estado con un desfile militar presidido por el rey Juan Carlos I, en el que ha habido significativas y repetidas ausencias de algunos presidentes de comunidades autónomas históricas. En los actos de celebración del 30 aniversario de la Constitución celebrados en el Congreso de los Diputados en diciembre del 2008, la ausencia de 12 de los 17 presidentes regionales (de las comunidades murciana, extremeña, catalana y de las dos castellanas) y la presencia de sólo 4 partidos del arco parlamentario (entre ellos, solamente uno nacionalista, Convèrgencia i Unió, pero ninguno soberanista) pusieron de relieve un cierto cuestionamiento del modelo de convivencia que la carta magna instituyó en 1978.
Por último, no admite la confederación de autonomías (CEV, tít. viii, cap. iii, art. 145), con lo que se favorece la fragmentación de las comunidades lingüísticas, elimina el peligro de alianzas contrarias al Estado y se coarta el desarrollo de políticas (también lingüísticas y culturales) comunes. Si eso no bastara, especialmente desde los gobiernos de derechas se ha fomentado en lo posible el odio entre comunidades autónomas con una misma lengua autóctona (la instrumentalización, por parte del Partido Popular, del blaverismo valenciano es una ejemplo paradigmático).
Además, a efectos exteriores, como hemos señalado a menudo en esta bitácora (1 y 2), la política española no ha dejado de poner énfasis en la defensa y promoción internacional del español como seña exclusiva de identidad del país.
Nada de esto ha satisfecho las expectativas de reconocimiento (de sus culturas, lenguas, derechos históricos y carácter nacional), de autogobierno y de desarrollo económico de los nacionalismos periféricos. Su frustración y las tensiones resultantes entre centro y periferia, entre nacionalismos español, vasco y catalán (y en menor medida, gallego) han dado alas, por un lado, a una creciente reafirmación del nacionalismo español —presente en diverso grado en los dos partidos estatales mayoritarios y motivo de sus recientes alianzas, y base ideológica de nuevos partidos como Unión Progreso y Democracia—, favorable a reformas constitucionales que reviertan el proceso de descentralización administrativa y pongan fin a la capacidad de decisión en el Gobierno concedida a las minorías nacionalistas; y, por otro, a una acentuación del federalismo de los regionalismos, y del confederalismo o soberanismo de los nacionalismos (especialmente vasco y catalán) que ponen sus miras en una deseada «Europa de las naciones» (cf. Núñez Seixas, 2004).
La nueva pujanza del nacionalismo español ha cobrado fuerza también, en muy buena medida, mediante la reformulación del nacionalismo hispánico poscolonial en la actual era de globalización económica y multilateralismo político, motivado por la presencia de intereses políticos y económicos de España en América Latina. Las nuevas prioridades internacionalistas de la política de Estado española con respecto a la lengua hegemónica, confrontados a los deseos de proyección política y cultural internacional de los nacionalismos periféricos —por ejemplo, la oficialidad en la Unión Europea de sus lenguas o la promoción de su industria cultural (cf. M. Ebmeyer, 2006, y Cercle d’Estudis Sobiranistes, 2009)—, han abierto nuevas causas de conflicto; desde que a inicios del presente siglo arrancaron las proclamas triunfalistas sobre el dorado futuro del español en el mundo, son habituales entre los sectores españolistas, particularmente entre algunos académicos como Gregorio Salvador o Luis María Ansón, las diatribas contra los nacionalismos periféricos, a los cuales suele tildarse de provincianos por renunciar a subirse al tren de la imparable expansión mundial del español y, con ello, de la nación española, que en el discurso oficial suele presentarse «como vehículo de la universalidad moderna y de la democracia» (cf. K. Woolar, 2008 y Càtedra Linguamón).
En estas condiciones, la España plural que el socialismo de escaparate pregona se revela como una apuesta política de pandereta.
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