La riqueza de las lenguas, 12: El aragonés, ¡¿un dialecto?!
Hace pocos días, mi hijo mayor vino del instituto diciéndome que su profesora de lengua española le había corregido la categorización del aragonés como lengua, diciéndole que era un dialecto. Descartando en una filóloga la posibilidad de que confundiera el aragonés con los geolectos aragoneses del español, pensé que probablemente esta idea obedeciera al viejo (pero vigente) prejuicio que otorga el calificativo de lengua sólo a las hablas que gozan de reconocimiento político y de un estándar con cierto «rodaje», el suficiente para que la gente lo naturalice y lo identifique como una lengua unitaria y homogénea que en realidad no existe más que como representación identitaria.1
El matiz excluyente y despectivo del término dialecto es reflejo de una concepción piramidal de las lenguas por completo ajena a la lingüística que sólo puede comprenderse como efecto del desarrollo de una determinada visión del lenguaje, anclada en el genealogismo y el chovinismo (Eco, 1994), y de una determinada forma de ordenamiento político y social de las lenguas: la uniformación lingüística propia de la construcción de los Estados nación, proceso al que corresponde la (por suerte deficiente) castellanización del Estado nacional de voluntad sempiternamente homogeneizante que es España.
En la Antigüedad clásica, la palabra dialecto no tenía el menor matiz despreciativo:
En el período clásico, los dialectos griegos se repartían las funciones estéticas. El jónico se utilizaba en la historiografía, el dórico para la lírica coral y el ático para la tragedia. En la época posclásica, los dialectos desaparecieron para dar origen a una koiné basada en el habla de Atenas, de la que desciende el griego actual, aunque no el tsakoniano. [Zabaltza, 2006: 47.]
Pero cuando este vocablo se reintrodujo, como cultismo, en las lenguas modernas, el concepto dejó de ser funcional para marcar la diferencia de estatus e incorporó un sentido claramente peyorativo.
El camino hacia esta categorización jerárquica de las lenguas (y de sus variantes) arranca ya en el siglo XIII. Por entonces, diversas cancillerías reales europeas (en lo que siglos después sería España, la castellana y la catalanoaragonesa) elaboraron estándares escritos aptos para la transmisión del saber y la redacción de documentos legales y administrativos. Con el progresivo establecimiento de las monarquías absolutistas europeas y la conformación de los modernos Estados centralizados, a partir del siglo XVI el dialecto cortesano (codificado y cultivado) se asentó entre las élites como modelo recto, de «buen hablar». Las modernas cortes monárquicas se distinguían de las medievales por su carácter sedentario, por constituirse como uno de los más importantes centros económicos del reino, por concentrar en el centro y dependiendo del monarca los instrumentos de gobierno de todo el reino y, como medio de propaganda y exaltación del poder absoluto del soberano, por someter a la nobleza, que se vio atraída desde la periferia a la corte central y asimilada a sus modos, también lingüísticos.
Desde el siglo XVIII, la conveniencia de una clase social emergente, la burguesía, de conformar un Estado unificado, vertebrado y cohesionado, con un sólido mercado interior, impulsó un sistema político e ideológico donde la idea de la nación única favorecería sus objetivos.
El Estado nación se configuró como un sistema de regulación que disponía aquellos medios de homogeneización de la población que creía necesarios para procurarse recursos humanos móviles e intercambiables, y que utilizaba la maquinaria burocrática y los avances de la ciencia y la tecnología en aras de la eficiencia y la rentabilidad, hasta el punto de convertir el crecimiento económico en el deber patriótico del nacionalista. La acomodación de la diversidad a las nuevas necesidades cohesivas del Estado moderno podría haberse planteado manteniendo la heterogeneidad cultural, sin favorecer a ningún grupo étnico y adoptando un sistema de convivencia no jerarquizado. Pero, siendo la lengua y la cultura los más potentes identificadores sociales y, con ello, generadores de diferencia y —según se recelaba en la Francia revolucionaria— de potencial sedición, y suponiendo además una traba para la optimización de la eficiencia en la gestión de los recursos del Estado, se optó mayoritariamente por la asimilación de la divergencia a las pautas fijadas por el grupo nacional dominante.
Así, considerando que un medio común de intercambio lingüístico facilitaba la cohesión social, la movilidad de las fuerzas de trabajo y la estandarización de las relaciones con el Gobierno, se impulsó la generalización de una lengua nacional común que permitiera la administración y el control de los recursos de la periferia desde un solo centro de poder político, económico y militar, y que incrementara el peso del Estado tanto hacia el interior como hacia el exterior.
Para afianzar el carácter común de la lengua nacional y garantizar su expansión entre la población se haría necesaria la creación y extensión social de una forma estandarizada, para lo que se instituyeron organismos normalizadores como las academias de la lengua y estructuras estatales de difusión como la enseñanza pública, y se promulgaron medidas legales de implantación que afectaban particularmente a la Administración y a la instrucción escolar y que implicaban controles punitivos del uso de otras lenguas.
De este modo, la lengua central y con mayúsculas, la de la corte, depurada y fijada por academias como la Española, adquiriría el rango de lengua nacional, se asociaría a los conceptos de modernidad y progreso, se impondría legalmente a todos los ciudadanos y se expandiría (a diferentes ritmos y con mayor o menor eficacia en cada Estado) por medio de mecanismos difusores y de presión social como la escuela, la milicia obligatoria, los libros, la prensa y las migraciones (y modernamente, también por medio de la cultura de masas). El resto de lenguas (tuvieran o no tradición de cultivo escrito) quedarían relegadas al uso doméstico y socialmente rebajadas a la categoría de lenguas bajas y superfluas; en una palabra: a dialectos.
En Francia, paradigma del clasismo lingüístico y modelo de Estado nación glotofágico, cuando se erigió la norma literaria en torno al habla de París, el resto de variedades y lenguas se conviertieron ya no en dialectos, sino en patois, palabra cuyo origen y evolución detalla el Trésor de la Langue Française: procedente del francés antiguo patoier ‘agitar las manos, gesticular (para hacerse entender, como los sordomudos)’, su sentido derivó en ‘comportamiento grosero’ y luego en ‘jerga o lengua peculiar (como el balbuceo de los bebés, el chapurreo de los pájaros, un lenguaje rústico y grosero)’. La Encyclopédie (1778) lo define como «lenguaje corrompido como el que se habla en todas las provincias. [...]. No se habla la lengua más que en la capital» (cit. en Zabaltza, 2006: 47).
En una España que no iniciaría el camino hacia la centralización y la unificacion hasta la llegada de los borbones, y que iría construyendo más lentamente su perfil uninacional sobre la lengua del poder central, idéntico sentido de degeneración y bajeza adquiriría el término dialecto, aplicado a las hablas no cultivadas por escrito ya en época de los austrias y, con la nueva dinastía, a toda lengua o variedad distinta de la del centro cortesano: el castellano. Así se refleja ya en la edición de 1884 (en plena efervescencia del proceso nacionalizador) del Diccionario de la Real Academia Española, y así se mantiene en la acepción tercera de dialecto de su edición vigente (2001):
dialecto. (Del lat. dialectus, y este del gr. διάλεκτος). [...]
3. m. Ling. Estructura lingüística, simultánea a otra, que no alcanza la categoría social de lengua.
Elevado el castellano a la categoría de lengua nacional (definido como tal también desde el DRAE1884), se impuso a la sociedad española desde los Decretos de Nueva Planta en un proceso de implantación al que no acompañaron las estructuras necesarias —la extensión de la alfabetización en castellano sería muy tardía (Viñao, 2009)—, pero que nunca estuvo desprovisto de voluntad asimiladora. Veamos sólo dos ejemplos (ambos anteriores a los dos periodos dictatoriales, militar y fascista, del siglo XX), extraídos de las casi trescientas páginas de que consta la recopilación realizada por Francesc Ferrer i Gironès (1985) de las medidas legales promulgadas en España, desde inicios del siglo XVIII, contra las lenguas no castellanas (y particularmente, contra el catalán), denominadas despectivamente dialectos:
• El edicto del Gobierno Superior Político de las Baleares de 1837, llamado «del anillo», que reciclaba un método pedagógico infamante (análogo al symbole de la escuela francesa) que ya se venía aplicando desde hacía un siglo y que se seguiría aplicando —y no sólo en las Baleares, como indica nuestra negrita y puede leerse en Lasa (1968: Sobre la enseñanza primaria en el País Vasco, San Sebastián: Auñamendi, pp. 27-29)— para penalizar los «deslices» del alumno en el uso de su lengua nativa:
Considerando que el ejercicio de las lenguas cientificas es el primer instrumento para adquirir las ciencias y transmitirlas, que la castellana, además de ser nacional, está mandada observar en las escuelas y establecimientos públicos, y que por haberse descuidado esta parte de instrucción en las islas viven oscuros muchos talentos que pudieran ilustrar no solamente a su pais, sino a la nación entera; deseando que no queden estériles tan felices disposiciones y considerando finalment [sic] que seria tan dificultoso el corregir este descuido en las personas adultas como será fácil enmendarle en las generaciones que nos sucedan, he creido conveniente, con la aprobación de la Excma. Diputación Provincial, que en todos los establecimientos de enseñanza pública de ambos sexos en esta provincia se observe el sencillo método que a continuación se expresa y se halla adoptado en otras con mucho fruto. = Cada maestro y maestra tendrá una sortija de metal, que el lunes entregará a uno de sus discípulos, advirtiendo a los demás que dentro del umbral de la escuela ninguno hable palabra que no sea en castellano, so pena de que oyéndola aquel que tiene la sortija, se la entregará en el momento y el culpable no podrá negarse a recibirla; pero con el bien entendido de que en oyendo este en el mismo local que otro condiscípulo incurre en la misma falta, tendrá ocasión a pasarle el anillo, y este a otro en caso igual, y así sucesivamente durante la semana hasta la tarde del sábado, en que a la hora señalada aquel en cuyo poder se encuentre el anillo sufra la pena, que en los primeros ensayo será muy leve; pero que se irá aumentando así como se irá ampliando el local de la prohibición, a proporción de la mayor facilidad que los alumnos vayan adquiriendo de espresarse en castellano [...].
• La Real Orden de 15 de enero de 1867, que prohibía las obras teatrales no escritas en la lengua nacional:
En vista de la comunicación pasada a este Ministerio por el censor interino de teatros del reino, con fecha 4 del corriente, en la que se hace notar el gran número de producciones dramáticas que se presentan a la censura escritas en los diferentes dialectos, y considerando que esta novedad ha de influir forzosamente a fomentar el espíritu autóctono de las mismas, destruyendo el medio más eficaz para que se generalice el uso de la lengua nacional, la reina (q. D. g.) ha tenido a bien disponer que en adelante no se admitiran a la censura obras dramáticas que estén exclusivamente escritas en cualquiera de los dialectos de las provincias de España.
Esta canción en aragonés muestra vívidamente cómo los educados durante el particularmente represivo periodo franquista sufrieron en sus carnes la imposición de la lengua nacional, ahora plenamente asumida y defendida por la mayor parte de la sociedad aragonesa, ignorante de sí misma y de su propio pasado.
El recuerdo de la castellanización entre los hablantes de aragonés (variante ribagorzana) aún vivos, como los de esta paisana de mi padre, son igualmente elocuentes:
Sobran comentarios.
Silvia Senz
(Para saber más no sólo sobre el aragonés, sino también sobre el asturiano, el sardo y el francoprovenzal y sus respectivos procesos de estandarización: Navarro, Pere (2003): «Processos d'estandardització en les llengües romàniques minoritzades: asturià, aragonès, francoprovençal i sard», en Miquel Àngel Pradilla (ed.): Identitat lingüística i estandardització, Valls: Cossetània, pp. 91-133.
1De hecho, la categoría científica de lengua no corresponde tampoco a un conjunto de hablas homogéneas; es una simple convención que permite la clasificación en unidades discretas de hablas divergentes pero interconectadas en un continuo espacio-temporal. Con todo, siempre es preferible a la idea política de lengua.
6 comentarios
Silvia Senz -
Jesús -
1) la conferencia de Ramón d'Andrés:
http://www.cervantestv.es/lengua_ensenanza/video_conferencia_ramon_de_andres_diaz.htm
(abreviado: http://tinyurl.com/39cunc5)
2) Página de propuestas ortográficas (y sus enmiendas) de la Academia de l'Aragonés:
http://www.academiadelaragones.org/ortografia.htm
Jesús -
Silvia Senz -
Chorche -
Jesús -