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Lengua y cultura/Llengua i cultura

El Premio Guadalajara de Literatura

El Premio Guadalajara de Literatura

Por segundo año consecutivo, el premio literario que entrega la Feria del Libro de Guadalajara (México) se queda sin su nombre original: Premio Juan Rulfo. En esta nota propongo que se abandone en definitiva el nombre de Juan Rulfo y que a partir de 2008 el premio se llame Premio Guadalajara de Literatura.

En 1991 se entregó por primera vez el Premio de Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo, en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara (México). Con el crecimiento de la feria, el premio había ido ganando prestigio. Su lista de premiados tiene únicamente nombres reconocidos.

Pero, hace poco menos de dos años, la familia de Juan Rulfo pidió que se retirara el nombre del premio, con un argumento baladí: que el ganador en el 2005, Tomás Segovia, había puesto en tela de juicio la estatura intelectual de Rulfo. Si uno lee las declaraciones de Segovia («siempre he pensado que él es un tipo de escritor muy peculiar, creo que es el tipo de escritor que tiene el puro don, es decir, es un escritor misterioso, nadie sabe por qué Rulfo tenía ese talento») y las aclaraciones del propio poeta después del reclamo de los herederos, se queda convencido de que todo esto no fue más que un pretexto tomado al vuelo por la familia para terminar con una relación enturbiada y, además de enturbiada, oscura, pues entre declaraciones parcializadas es imposible sacar la verdad.

Se diría que la peor parte la lleva la familia Rulfo, que aparte de que proyecta una imagen de gente caprichosa y aun absurda, por su intención de convertir el nombre de Juan Rulfo en una marca registrada, ha perdido las batallas legales por reservar «su» nombre. Pero en realidad todos salen mal parados. El premio, porque se desprestigia. ¿A quién le interesa un premio entregado entre sonrojos y que ni siquiera se sabe cómo se llama? La noticia del premio ya no trata sobre literatura, sino sobre el problema de su denominación. También la asociación civil se lleva lo suyo, porque insiste en querer usar el nombre de Juan Rulfo, que es como decir que insiste en meterse en camisa de once varas. ¿O tenemos que creer a la familia Rulfo cuando afirma que los organizadores tienen otras intenciones que las puramente librescas? Ojalá lo supiéramos.

No es todo lo que hay. El premio lleva un largo título: Premio de Literatura Latinoamericana y del Caribe, lo que excluye, según entiendo la geografía, a escritores españoles que se han colado a la lista: Juan Marsé y Juan Goytisolo.

Por si fuera poco, en la convocatoria del 2007 se anota que «el Premio reconoce el conjunto de una obra de creación en cualquier género literario» y, sin embargo, la última entrega fue para Carlos Monsiváis, periodista, cronista y ensayista, un escritor admirable, sí, por su creatividad, lo mismo que por su erudición, su inteligencia y su memoria prodigiosa, pero que uno no pondría entre los grandes creadores de obra literaria en lengua española.

El premio ha ido a la deriva, pues, y ha sido un desorden.

Este 3 de septiembre se anunció el nuevo ganador, que resultó ser Fernando del Paso, ahora sí un creador de literatura. Con Fernando del Paso se tiene la sensación de cerrar un círculo. Del Paso se contó entre los primeros promotores del premio, hace por lo menos 20 años. Además fue amigo de Rulfo, y en los meandros de José Trigo y Palinuro de México se escuchan ecos rulfianos. En la rueda de prensa posterior a la concesión del premio declaró: «acepto este premio con el nombre original, con el nombre de Premio de Literatura Juan Rulfo». En efecto, Del Paso vive en Guadalajara desde hace años y decidió estar presente en la ocasión de anunciar el resultado, a pesar de que pasa por una temporada de cuidados médicos. Su presencia y sus declaraciones ensalzan el premio. Recordó Del Paso, repitiendo a otros, que son los autores los que le dan prestigio a un premio, no al revés, y él mismo lo ha ejemplificado con sus actos.

Es buen momento para cerrar el ciclo y seguir adelante. Que Del Paso sea el último premio Juan Rulfo y que en la siguiente convocatoria, abierta ahora sí a la península ibérica, el galardón se llame, sin más, Premio Guadalajara de Literatura.

Javier Dávila, Ciudad de México

Y comí gambas en la Feria con cuchillo y tenedor. (Sobre el concepto de «corrección» en la lengua)

Y comí gambas en la Feria con cuchillo y tenedor. (Sobre el concepto de «corrección» en la lengua)

Hace unos días, mientras me tomaba unas gambas y unas cervecitas en una caseta de la Feria de Sevilla, uno de los allí reunidos me preguntó —con un muchísimo de guasa y un todavía más de manzanilla— cómo era posible que yo, siendo lingüista, estuviera hablando del arcarde, que eso era una incorrección, que lo correcto era decir «el alcalde».[1] Para explicárselo con la misma guasa, pedí un cuchillo y un tenedor y, mientras comenzaba a comerme con ellos las susodichas gambas, le pregunté si ya lucía lo bastante fino como para hablar del «excelentísimo señor alcalde». Y todos nos echamos a reír; incluido el camarero, claro, que al verme pelar las gambas con los cubiertos debió de pensar que no estaba en mis cabales.

El caso es que es ciertamente llamativo lo quisquillosos que podemos llegar a ser en cuanto al concepto de corrección idiomática. Quienes gustan de academias y entes normativos —los que suelen confundir corrección con purismo— defienden esta palabra con pasión, con uñas y con dientes, aunque con pocos argumentos más: «Este uso es incorrecto porque lo dice la Academia»… y sanseacabó. Quienes, por el contrario, creen que tal noción es un invento —los que confunden corrección con imposición— achacan a los primeros un ilegítimo afán de dominación clasista: «No hay formas de hablar más correctas que otras, así que nadie tiene por qué decirles a los demás cómo deben hablar».[2]

En el caso hispano, y haciendo un ejercicio de mera retórica, se podría decir que la Real Academia Española[3] nos ha inculcado a fuego esta noción de corrección dogmática.[4] Claro está, también podría decirse que quienes no creen en este concepto tienen igualmente comido el seso por los descriptivistas del «todo vale», que con idéntico dogmatismo defienden que no existe eso que llaman «la lengua correcta». Y seguiríamos en las mismas. Permítanme, pues, que hable sin retóricas, sin dogmatismos —y principalmente como sociolingüista— sobre este esquivo y polisémico concepto de la corrección en la lengua.

Lo primero que aprende un lingüista es que cualquier lengua, cualquier dialecto, cualquier modalidad, cualquier uso, responde a un patrón perfectamente sistematizado; da igual que quien hable sea un cabrero o un catedrático, da igual que sea chileno o andaluz, y da igual que esté contando un chiste o escribiendo una tesis doctoral. Así, el concepto de corrección, de bueno o malo, de usos mejores o peores que otros, suele traernos al fresco a los lingüistas; para nosotros, lo importante en todo caso es si el uso es gramatical o no. Luego, se puede decir que, desde el punto de vista lingüístico, la corrección no existe; en todo caso existe la gramaticalidad, la pertenencia o no al propio sistema de la lengua.[5]

Sin embargo, lo primero que aprendemos los sociolingüistas —y les confieso que esto me resulta deliciosamente paradójico— es que el anterior postulado de la lingüística teórica es sólo eso, teoría, ya que deja de tener validez en cuanto nos bajamos al ruedo de la práctica. En el día a día, la teoría lingüística descriptiva no llega a explicar por qué, si todos los usos gramaticales son igualmente correctos, la gente opina que los hay mejores o peores; un fenómeno que ocurre en todas las lenguas, exista o no academia normativa de por medio.[6]

Para un lingüista, decir me s’a caío no es ni mejor ni peor que decir se me ha caído. Un lingüista sabe —como descriptivista que es— que el sistema de la lengua española admite este tipo de realizaciones múltiples que se producen sobre todo en el terreno léxico y fonético.[7] Un sociolingüista, por el contrario, sabe —como descriptivista que también es— que los dos usos no son iguales; que, dependiendo del lugar y del grado de formalidad, hay hablantes para quienes me s’a caío es una incorrección, o que incluso lo consideran incorrecto siempre. Esta valoración social de los hechos lingüísticos es lo que diferencia a la sociolingüística de la lingüística teórica. Y a este tipo de paradoja se enfrenta cualquiera que investigue el lenguaje humano en sociedad con espíritu científico. Quien no sea capaz de admitir la paradoja caerá irremisiblemente en la contradicción. [8]

Esta supuesta incongruencia entre un axioma lingüístico (todo lo gramatical vale) y un axioma sociolingüístico (no todo es gramática en la lengua) se explica porque para la lingüística el ser humano es homo loquens; mientras que para la sociolingüística es —además, y principalmente— zoon politikon.[9] Por eso, cuando estudiamos el uso del lenguaje en sociedad, comprobamos cómo el concepto de corrección no sólo existe, sino que puede llegar a adquirir una importancia principal. Nuestra forma de expresarnos es el traje que viste nuestros pensamientos, y todos tenemos una opinión sobre nuestra indumentaria y sobre las indumentarias ajenas. La corrección es, pues, un concepto cultural y social más que lingüístico, es obvio; pero no por ello su existencia y relevancia es menos nítida.[10] En toda sociedad hay usos considerados mejores y peores que otros, y la lengua —una herramienta social donde las haya— no iba a ser ajena a este fenómeno.[11]

Visto así, el concepto de corrección no es tan difícil de comprender. Basta con recordar las diferencias que existen entre comer con los dedos y comer con cubiertos. Ambas formas alimentan igual, pero ni de lejos podemos decir que sean lo mismo, ni que puedan utilizarse en las mismas ocasiones: una la sabe hacer cualquiera, la otra hay que aprenderla; una sirve para andar por casa, la otra para andar por casas ajenas. Quien no vea esta realidad tendrá problemas a la hora de usar la lengua en sociedad; como los tendría quien sólo supiera comer con las manos y como los tendría quien se empeñara en usar los cubiertos para comerse un plato de jamón en un chiringuito playero. Por eso, lo mejor es no confundir purismo con corrección.

Tampoco conviene confundir corrección con imposición clasista. Hay quien pone en cuestión, por ejemplo, la existencia y utilidad de la denominada norma culta,[12] de un uso formal y prestigioso de la lengua adecuado para determinadas situaciones comunicativas; y ello a pesar de que seguramente la utilice todos los días si ha recibido un mínimo de educación. Son personas que dicen: «El español culto es un invento de los poderosos, ¿es que acaso hay también un español inculto? Además, yo hablo como me da la gana», y cosas por el estilo. Si practicaran lo que predican, irían vestidos con bermudas y chanclas a una boda de postín. No son sino la cara opuesta de los que te sueltan mientras te tomas una cervecita: «No se dice caío, se dice caído; caío es incorrecto». Estos serían capaces de ir de esmoquin a la playa.

Puede que algunos de ustedes piensen que los sociolingüistas no hablamos de usos correctos, sino de usos adecuados, apropiados o admisibles según las circunstancias. Y llevan razón; pero en realidad, y a efectos prácticos, hablamos de lo mismo. Si usted fuera en bermudas a la boda de antes, más de uno pensaría que iba haciendo el ridículo, aunque quizá luego —y por pura educación— le comentara tan sólo que no iba «vestido para la ocasión». Eso sí, es cierto que cualquiera puede romper las normas, que cualquiera puede vestir, hablar y escribir como le venga en gana, pero usualmente sólo son los poderosos quienes pueden permitirse el lujo de convertirse en transgresores; los hablantes comunes y corrientes sabemos por propia experiencia que saltarse las reglas no es tan fácil como parece. Es el precio que pagamos por vivir en sociedad.

Todo esto que les cuento sobre la corrección y el uso de la lengua adquiere especial importancia cuando de la lingüística teórica pasamos a la lingüística aplicada, a la enseñanza. A los niños no se les debe impedir en el colegio que usen su vernáculo, la lengua que aprenden de sus familiares, amigos y compañeros. El purismo prescriptivo en estos ámbitos es un injustificable e innecesario crimen lingüístico[13] (crimen muy académico, por cierto). Sin embargo, poco a poco —y a medida que los niños crecen— hay que ir enseñándoles las reglas que conforman los estilos formales de su lengua, hay que ir mostrándoles la realidad lingüística que se van a encontrar en cuanto salgan del ámbito coloquial de su propio terruño.[14] Por eso, es necesario enseñar a nuestros estudiantes que en el uso de la lengua en sociedad hay normas que no responden a razones estrictamente lingüísticas, pero que conviene cumplir igualmente; hay que enseñarles que, a la hora de emplear su lengua materna o cualquier otra lengua, ni vale todo ni todo vale igual; que hay usos mejores que otros a pesar de que todos sean igualmente correctos; que, en definitiva, una lengua no es sólo el vernáculo, que hay algo más que es preciso conocer y dominar. Ese algo más es la norma culta, compuesta por los usos más formales y prestigiosos de su propia comunidad.[15] Si no enseñamos estas diferencias, estaremos engañando a nuestros alumnos, ya que la norma culta es tan útil y tan necesaria como el vernáculo. El «todovalismo lingüístico», por más anticlasista que parezca, es otro crimen injustificado e innecesario que —como el purismo— también es propio de una actitud paternalista.

En resumen, expresarse con corrección consiste en saber cambiar de registro, en saber amoldarse a las circunstancias; consiste en ser capaces de emplear la lengua en cualquier tipo de situación comunicativa que podamos encontrarnos. Por eso quien habla como un libro no se estará expresando con corrección cuando se dirija a sus vecinos en el ascensor. Y por la misma razón, quien habla como si siempre estuviera en la barra de un bar no se estará expresando con corrección cuando tenga que exponer un trabajo académico en clase, o cuando tenga que leer las noticias en televisión.[16]

Así pues, una adecuada educación lingüística debe conseguir que todos los ciudadanos adquieran de manera eficaz los recursos suficientes para que puedan manejarse en cualquier situación de sus vidas. Si no queremos ser clasistas, démosles primero a todos esta educación —enseñémosles a no avergonzarse de sus vernáculos a la par que les mostramos la reglas que sustentan la norma culta de su comunidad—, y luego dejemos que sean ellos mismos quienes decidan si quieren cumplir, transgredir, cambiar o abolir las reglas de esa norma culta. Esto suele ser bastante simple de aceptar para quienes comprenden que las actitudes de los hablantes hacia su lengua —uno de los motores más poderosos del cambio— están en continua evolución, por lo que las propias reglas lingüísticas no tienen carácter de inmutabilidad.

Quizá por esta razón los sociolingüistas sean los más indicados a la hora de establecer normas y elaborar políticas lingüísticas;[17]carecemos tanto del purismo normativo propio de muchas academias de la lengua, como del escepticismo propio de muchos lingüistas teóricos; los sociolingüistas sabemos que las reglas existen y tienen su importancia, pero también entendemos que la mejor norma —en realidad la única con un mínimo de sentido común— es aquella que mejor se adapta a la propia realidad sociolingüística de los hablantes; aquella que mejor refleja las creencias y actitudes de los ciudadanos hacia su propia lengua.[18]

En fin, cualquiera entiende que la lengua materna se mama, que no hay que reglarla en absoluto y que, además, no te la tienen que enseñar. Sin embargo, también es fácil comprender que los usos formales de la lengua, ya sean orales o escritos, hay que aprenderlos, que son una técnica, una convención que se nos impone por ser miembros de una comunidad donde la variación es moneda corriente.[19] Sin este conocimiento, sin esta educación que todos los ciudadanos deberíamos recibir, es posible que rompamos reglas por puro desconocimiento, que nuestro comportamiento sea malinterpretado sin desearlo, o incluso que demos la impresión de carecer de la mínima educación. ¿Realmente alguien desearía correr ese riesgo? ¿Es este el tipo de comportamiento lingüístico que alguien querría para sus hijos tras pasar años en la escuela?[20]

Yo creo que no.[21] Yo creo que todos tenemos el derecho a poseer un buen ropero lingüístico donde quepan tanto las bermudas como los chaqués, donde quepa tanto la lengua de andar por casa como la lengua de las grandes ocasiones; y luego que cada uno se ponga lo que le venga en gana. Yo creo, en definitiva, que todo el mundo tiene derecho a una educación lingüística completa y cabal, donde la palabra corrección no sea ni anatema ni dogal.

Así que —si me aceptan el consejo— no se dejen confundir ni por académicos puristas ni por escépticos idealistas: tanto los unos como los otros se equivocan porque todos padecen de la misma miopía lingüística. Y, sobre todo, recuerden que lo mejor y más sensato es tomarse siempre este tipo de cuestiones lingüísticas con mucho sentido del humor. Por eso, cuando se topen con alguien que les diga que la corrección en la lengua no existe, sonrían por fuera y ríanse por dentro; seguramente, quien así les hable será una persona culta y de clase desahogada —quizás un catedrático de Yale— que no permitiría que sus hijos tuvieran faltas de ortografía ni que comieran sólo con las manos. Y si se topan con un purista, pues ríanse igual: ¿a quién en sus cabales se le ocurriría comer gambas en la Feria de Sevilla con cuchillo y tenedor?

Luis Carlos Díaz Salgado

Miembro del grupo de investigación Sociolingüística Andaluza,

de la Universidad de Sevilla



[1] La pronunciación de la l final de sílaba como /r/ es un fenómeno muy común en el andaluz coloquial que, poco a poco, parece ir calando en los estilos formales. Sin embargo, todavía es visto como pronunciación vulgar por muchos hablantes andaluces. De ahí que este uso no forme parte de la norma culta andaluza. Veremos lo que ocurre en el futuro.

[2] Este es el punto de vista del famoso divulgador galés David Crystal y el de muchos otros lingüistas anglos, que sienten una especial antipatía por los que denominan language watchdogs (perros guardianes de la lengua).

[3] En la actualidad, existen 50 academias en el mundo que legislan sobre 45 lenguas diferentes. La situación hispana no es, pues, excepcional en absoluto.

[4] La realidad nos demuestra, sin embargo, que el concepto de corrección purista existe también en países donde no funciona una academia normativa. Pueden comprobarlo en este ensayo de Steve Pinker, donde —al estilo de Crystal— se critica a los puristas, o language mavens del inglés.

[5] Así se manifiesta en este artículo, publicado en The New York Times, el profesor de la Universidad de Yale, William Deresiewicz, quien afirma: «In fact, there is no such thing as Correct English, and there never has been» (De hecho, ni existe ni nunca ha existido eso del «inglés correcto»). Luego comprobaremos cuán difícil le resulta mantener esta afirmación que hace al comienzo de su artículo.

[6] Los estudios sobre la conciencia sociolingüística de los hablantes —y sobre las actitudes de aceptación o rechazo hacia determinados usos lingüísticos que se derivan de ellas— se producen en todas las lenguas y son imprescindibles para comprender los cambios que estas pueden experimentar.

[7] La gramática es un sistema más cerrado que el léxico y el fonético, y por lo tanto menos proclive a la variación.

[8] Esto es lo que les ocurre a muchos descriptivistas, como el profesor Deresiewicz, quien para describir el concepto de «inglés estándar» (un inglés normativo donde los haya, y por lo tanto sujeto a un estricto criterio de corrección) nos dice: «Standard English, at least the way Crystal and other “descriptivists” understand it, is something like Correct English without the attitude, the language as it's used in formal contexts […]» (El inglés estándar, al menos según lo entienden [David] Crystal y otros descriptivistas, es algo así como el inglés correcto sin la actitud, la lengua usada en los contextos formales […]). Resulta difícil entender que el inglés estándar sea definido como «el inglés correcto sin la actitud» cuando poco antes se había establecido que «el inglés correcto ni existe ni había existido nunca». Esta contradictio in terminis —motivada por confundir purismo con corrección— es un claro ejemplo de lo que podríamos denominar «la miopía del lingüista teórico».

[9] Que vive en sociedad, en compañía de otros.

[10] Puede que su jefe hable coloquialmente siempre que quiera, puede que no sea ni siquiera cortés, puede incluso que sea muy aficionado a los anacolutos y que hasta cometa faltas de ortografía; pero tenga por seguro que exigirá un comportamiento muy diferente a quien se encargue de responder al teléfono, de atender a los clientes o de redactar una nota para la prensa.

[11] Llama la atención que, viviendo en sociedades tan clasistas y estratificadas socialmente como las del mundo occidental, los descriptivistas se asombren de que los usos lingüísticos también lo sean. No parecen llegar a entender que los hablantes tienden a imitar los usos que consideran más prestigiosos porque creen que eso les interesa socialmente. Criticar sin llegar a comprender la hipercorrección de los inmigrantes que intentan aprender el Standard English para prosperar —como hace el profesor Deresiewicz— es un «menosprecio de corte y alabanza de aldea» que en poco ayuda a los realmente desfavorecidos.

[12] Un ejemplo de esto que les digo.

[13] Son absurdas, por ejemplo, las críticas a la ortografía abreviada que solemos emplear —especialmente los jóvenes— a la hora de enviar mensajes escritos desde el móvil; esta ortografía «coloquial» es utilísima para este tipo de mensajes. Claro está, más absurdo aún sería no exigir una ortografía correcta en clase.

[14] Según el sociolingüista estadounidense William Labov, la adquisición de la primera gramática se produce en la primera infancia, el vernáculo se asimila de los 5 a los 12 años; a partir de los 14 comienza a desarrollarse la percepción social de la lengua, así como su variación estilística. En la primera edad adulta se adquiere un uso adecuado del estándar. Por último, sólo las personas educadas y especialmente preocupadas por el uso de la lengua llegan a adquirir todos los recursos lingüísticos que la propia lengua les brinda.

[15] Como verán, no es tan difícil definir la norma culta.

[16] En estos casos en los que la planificación del discurso adquiere un papel principal —frente, por ejemplo, a la improvisación típica del estilo coloquial— es donde más claramente funciona la conciencia sociolingüística. Una frase como «María es una amiga que le gusta mucho bailar» es propia de un discurso coloquial; sin embargo, si tuviéramos que escribir esta oración dentro de una noticia, seguramente diríamos: «María es una amiga a la que (a quien) le gusta mucho bailar».

[17] A Robert Hall, autor del famosísimo Leave your language alone (Deja tu lengua en paz), donde se rechazaban las políticas de intervención lingüística, le respondió precisamente un sociólogo del lenguaje, Joshua Fishman, con una no menos famosa obra: Do not leave your language alone (No dejes tu lengua en paz).

[18] En una lengua con una variación geográfica tan extensa como la española, es necesario aceptar lo que la propia realidad demuestra: que existen muchas normas cultas. Por ello debemos respetar y fomentar todas y cada una de ellas, sin privilegiar ninguna. De esta forma quedan claros tres objetivos principales: que nuestra intervención en la lengua es mínima; que es necesario dominar los estilos formales de la lengua, y que la norma culta castellana no es la única referencia de buen uso idiomático.

[19] Frente a la variedad intrínseca de todas las lenguas, existe una tendencia a la unidad que se revela en las semejanzas de las diferentes normas cultas. Esta es otra de las paradojas lingüísticas —unidad y variedad a la vez— que muchos no atinan a comprender.

[20] Las numerosas críticas a la falta de competencia lingüística de muchos alumnos de español como lengua materna deberían hacernos reflexionar sobre este punto.

[21] A esta misma conclusión llega el profesor Deresiewicz cuando dice: «The student who says “the bag of books are heavy” should be corrected, but the student who says “he be walkin’ by” needs instead to learn the distinction between his first language and Standard English.» (Al estudiante que dice «la bolsa de libros son pesada» habría que corregirlo, pero el estudiante que dice «él estar paseando» [en algunos tipos de inglés coloquial no declinar el verbo to be es algo relativamente común] lo que necesita es aprender la distinción entre su primera lengua y el inglés estándar.) Como ven, es evidente que el profesor Deresiewicz no permitiría que un estudiante utilizara un coloquialismo en un texto formal. Si esto ocurriera, si el estudiante no apreciara la diferencia entre el vernáculo y el estándar, seguro que no dudaría un segundo en corregirlo, aunque eso significara admitir finalmente que la corrección sí existe y conviene enseñarla.

El valor de la cultura (con ce de «copyright»)

El valor de la cultura (con ce de «copyright»)

Los estudios econométricos de la riqueza que la cultura y la(s) lengua(s) de un país son capaces de generar están a la orden del día.

En el caso de la lengua española, con un creciente peso demográfico y primacía política y sociolingüística en la mayor parte de países donde se habla, respaldada asimismo por una política lingüística dispuesta a disputar al inglés un lugar destacado entre las principales lenguas francas y a convertirla en motor económico de las comunidades hispanohablantes —capaces de desarrollar y explotar productos en español o relacionados con el español—, los análisis de su potencial económico impregnan también buena parte de los resultados de los estudios nacionales sobre el valor económico de las culturas hispanoamericanas, incluso en el caso de estados plurilingües y pluriculturales.

Pero no sólo la política de promoción y expansión del español deja su huella en estos análisis. Dado que su objeto de estudio son bienes culturales susceptibles de explotación económica, y que buena parte de ellos son productos de creación impulsados por una industria y protegidos por el paraguas de los derechos de autor, estos estudios suelen estar asimismo inscritos en políticas activas de persecución y erradicación de las prácticas que vulneran la propiedad intelectual, contrarias a los intereses ya no tanto del autor como de las industrias culturales.

No es casual, pues, el desarrollo paralelo de análisis nacionales de la contribución de estos elementos identitarios al PIB de cada país, y resultan, por tanto, inevitables las comparaciones.

Recientemente, el Ministerio de Cultura español presentó el trabajo El valor de la cultura en España, en la estela de los publicados en otros países hispanohablantes, como el que desarrolló en México Ernesto Piedras, ¿Cuánto vale la cultura? Contribución económica de las industrias protegidas por el derecho de autor en México (resumido aquí por el autor y reseñado aquí por Luis Fernando Lara, del Colegio de México), cuyos resultados —en especial en lo que concierne al sector de la edición— probablemente interese comparar al lector de A&C con los obtenidos por el MCU.

Silvia Senz (Sabadell)

¿Hasta cuándo, Academia, hasta cuándo? El ninguneo de la RAE a los cantes y bailes flamencos

¿Hasta cuándo, Academia, hasta cuándo? El ninguneo de la RAE a los cantes y bailes flamencos

Permítanme que comience este artículo de forma antiperiodística. Les confieso que lo que se disponen a leer ya lo han contado antes muchos otros, de forma más completa y cabal e incluso de manera más entretenida. No se llamen a engaño, pues: no les voy a descubrir nada nuevo sobre la discriminación que los cantes y bailes flamencos sufren en el Diccionario de la Real Academia (DRAE), ni sobre las carencias metodológicas de este mismo diccionario. Si se esperaban una perspectiva diferente o novedosa, no sigan leyendo: se aburrirán. Y ahora pido disculpas a la editora del blog por decir esto.

Mucho se habla de que el DRAE es un mal diccionario, y si nos ceñimos al ámbito del flamenco, no podemos sino estar de acuerdo con los que así opinan.[1] Primero, porque de los cincuenta y tantos nombres de cantes y bailes flamencos, la RAE recoge sólo la mitad; segundo, porque la Academia no sigue un criterio uniforme a la hora de definir estos términos; y tercero, porque las definiciones que ofrece son insuficientes y poco esclarecedoras. No es extraño, pues, que muchos se hayan quejado del errático comportamiento lexicográfico que sigue la Real Academia Española al elaborar su diccionario general.[2]

Imaginen por un momento a un japonés aficionado al flamenco —y les aseguro que hay muchos— que, después de asistir a un tablao de Tokio, llega a su casa y se va al DRAE en línea para saber algo más de los cantes y bailes que figuran escritos en su folleto. Imaginen que busca tangos y se topa con que es ¡un baile argentino!; imaginen que busca luego milonga y resulta que es ¡otro baile argentino!; imaginen que —un poco mosqueado ya— busca rumba y comprueba con estupor que lo que acaba de oír en el tablao es ¡un son cubano!; imaginen por último que busca guajira, y se encuentra —ya con la boca abierta de par en par— con que es ¡otro son cubano! Díganme, ¿pensaría nuestro aficionado nipón que la Academia ha hecho bien en no incluir las acepciones flamencas de estas palabras en el DRAE, o diría al estilo de Obélix: «¡Están locos estos hispanos!»?

Y lo peor es que no hablamos de locura, sino de dejación; porque, como recogen los propios bancos de datos académicos,[3] hay testimonios escritos que revelan, por ejemplo, que los tangos flamencos son incluso más antiguos que los argentinos, con los que comparte únicamente la etimología. Por otro lado, la existencia de milongas, rumbas y guajiras —ejemplos de cantes de ida y vuelta[4] está igualmente atestiguada, y es bien conocida dentro y fuera de Andalucía. Y, si no, que levante la mano el que no haya bailado una buena rumbita flamenca poco antes de que se lo llevaran de la fiesta por tomar en demasía. No son los tangos y las milongas únicamente cantos y bailes argentinos, no; como tampoco son la rumba y la guajira exclusivamente sones cubanos. Bastaría con que la RAE incluyera estas acepciones flamencas en el Diccionario para remediar esta parte del entuerto, pero parece que —entre tanto congreso y viaje intercontinental— a nuestros académicos no les queda el tiempo suficiente para realizar labor tan simple. El caso es que, sea por esto o por cualquier otra razón que se me escapa, ya tenemos ninguneados a cuatro cantes y bailes flamencos; desgraciadamente —y como veremos—, no son los únicos.

Casos igual de graves, por lo huérfano que lo dejan a uno, es no encontrar en el DRAE palabras hermosas como cantiñear (que mi procesador de textos insiste en transformar en cantinera). Está derivado este verbo de cantiña, otro cante flamenco que tampoco figura en el DRAE, uno más. Cantiñear es cantar flamenco a media voz, sin explotar, como cantando para uno mismo o al estilo de las nanas. Créanme si les digo que oír a la pareja de uno cantiñear a la par que lee o teclea en el portátil es buen síntoma: una de esas pequeñas alegrías que nos regala la vida en común. Lamento que la RAE los prive a ustedes de darle nombre a este canturrear flamenco que tan grata sensación produce. Como también lamento que los prive de conocer la acepción flamenca del término pellizco, que es la capacidad que tiene el intérprete flamenco de sentir —y fundamentalmente de transmitir— un sentimiento de especial autenticidad y jondura. Tener pellizco es una cualidad altamente apreciada en el mundo flamenco, que la RAE, como en tantas otras ocasiones, pasa inexplicablemente por alto.

Así las cosas, más de uno podría pensar ya que esta dejación académica se produce porque los andaluces seguimos siendo hablantes de segunda para casa tan docta y castellana, pero este no sería un comportamiento científico y moderno; y la Academia es un organismo cientifiquísimo y modernísimo, bien que lo repite la prensa. Podríamos maliciar que la desidia de la RAE se debe a que está más interesada en revender sus diccionarios que en perfeccionarlos, pero este no sería un comportamiento científico; y nuestra academia de la lengua —ya les digo— sabe mucho de ciencias. Podríamos creer que, para la Real Academia, el vocabulario plebeyo no casa bien con su concepción patricia del Diccionario, pero ese no sería un comportamiento científico; y —cómo no insistir en ello— la Academia es ante todo una entidad científica. Podríamos concluir que todo se debe a que en la RAE abundan más las celebridades que los lingüistas, pero eso no sería científico y… No, mejor dejo ya de remedar a Marco Antonio, que es cansino el desvarío shakesperiano, y sigo con la exposición.

Punto y aparte merecen aquellas palabras que, aunque nacidas fieles a la fonética andaluza, el DRAE insiste en disfrazar de castellanas: seguidillas en vez de siguiriyas o seguiriyas, alboreadas en vez de alboreás, granadinas en vez de granaínas; ya puestos, no sé cómo la RAE no se empeña en llamar bacalado al bacalao, sonaría también mucho más fino, dónde va a parar. En fin, costó un verdadero mundo que la Academia aceptara a los bailaores y a los cantaores (que no son ‘bailadores’ ni ‘cantadores’, claro), pero un universo entero será necesario para que admita también a los tocaores (que por supuesto, no son ‘tocadores’). Pobrecitos míos, qué culpa tendrán ellos de que en Andalucía nos comamos las letras y no sepamos nombrar castellanamente a los guitarristas flamencos. Si hasta parece que la Academia les tuviera ojeriza, ya les digo. Porque, no contenta con negarles el nombre a los tocaores, tampoco les permite que puedan estar al toque, aunque los bailaores estén al baile, y los cantaores al cante.[5] Para la RAE, al toque es —exclusivamente— peruanismo por de inmediato. ¡Qué arte y poderío más grande tiene esta RAE, Dios mío! «De inmediato», dicen; y llevan los tocaores toda la vida al toque, y en el casón neoclásico no se enteran ni a la de tres.

En fin, como les decía, de los alrededor de cincuenta tipos de cantes y bailes flamencos, el DRAE recoge chispa más o menos la mitad. Son estos: alegrías, bulerías, cañas, caracoles, carceleras, deblas, fandanguillos, farrucas, jaberas, livianas, malagueñas, martinetes, mineras, peteneras, polos, rondeñas, serranas, sevillanas, soleares, tanguillos, tarantas, tientos, verdiales y zorongos. A las ausencias ya nombradas de tangos, milongas, guajiras, rumbas, vidalitas, colombianas, y cantiñas —casos en los que o bien la entrada no figura en el Diccionario o bien no se incluye la acepción flamenca del término—, hay que sumar las siguientes: bamberas, bandolás, cabales, campanilleros, canasteras, cartageneras, fandangos, garrotín, jabegotes, levanticas, marianas, mirabrás, murcianas, nanas, romances, romeras, saetas, tonás, tarantos, villancicos, zambras y zapateados. Y a todos ellos hay que añadir los términos que no figuran con su grafía andaluza: seguiriyas, alboreás, granaínas y medias granaínas. Disculpen que todavía me asombre, pero es ciertamente increíble que, siendo el flamenco un arte que ha transcendido las fronteras de Andalucía y que incluso sirve para representar internacionalmente a España, no estén recogidos en el Diccionario general del español los nombres de los palos o estilos propios de este arte. Realmente, ¡están locos estos [académicos] hispanos!

Podría añadir ahora que este desinterés de la RAE por el léxico flamenco es el mismo que muestra ante los andalucismos en general; pero prefiero no hacerlo, la verdad, no me tiren de la lengua. Además, en realidad los cantes y bailes flamencos no tienen de andalucismo más que el nacimiento. Estos nombres no son una mera variación léxica de ámbito regional; no estamos ante formas diferentes de llamar a una misma cosa, caso de auto, carro, coche, etc. Los nombres de los cantes y bailes flamencos son la única y exclusiva manera de llamar a realidades antes inexistentes, por lo que su exclusión del Diccionario es una pérdida irreparable para todos los hablantes. Hace bien, pues, la RAE en no tratar a estas palabras como regionalismos ni como tecnicismos, y por ello mismo resulta todavía más evidente cuán incompleta es su labor al respecto, y cuán heterogéneo y falto de coherencia es su criterio lexicográfico.

Les decía antes que no andaría yo muy errado si achacara esta incuria académica al secular ninguneo que la RAE muestra al léxico propio de Andalucía. Si no lo hago, es porque no quiero que suceda como la última vez que hubo quejas al respecto. No insistan, pues; no quiero decirles lo que ocurrió tras la proposición no de ley que se presentó en el Parlamento de Andalucía para fomentar el uso del andaluz en la comunidad y para instar a la RAE a que admitiera un mayor número de andalucismos en su Diccionario. Prefiero no contarles que a los lingüistas andaluces promotores de la iniciativa, encabezados por Antonio Rodríguez Almodóvar, ni siquiera tuvieron que contestarles entonces desde Madrid, porque fueron once catedráticos de Lengua de universidades andaluzas los que, con cifras en la mano, dejaron bien claro que, comparando el número de hablantes de Andalucía con los de México —ese fue el ejemplo que pusieron—, los andalucismos no estaban discriminados en absoluto, sino que su situación era incluso ventajosa.[6] Lo que no llegaron a decir estos catedráticos fue cuál era el número exacto de palabras que, demográficamente hablando, nos correspondía inventar a los andaluces. Podrían haber empezado por ahí, especificando nuestro cupo, y así nos ahorraríamos en el futuro el trabajo de crear para nada. Tampoco explicaron estos mismos catedráticos por qué, en vez de andar con la calculadora en la mano, no se dedican ellos mismos a algo un poco más lingüístico; algo parecido a lo que yo estoy haciendo en estos momentos: a investigar con un mínimo de rigor decenas de palabras nacidas en Andalucía que tienen un uso más que comprobado dentro y fuera de nuestra tierra, y que, sin embargo, no figuran en el Diccionario de la Academia. No, les repito que no seré yo quien hable de este tema, ya sé que no serviría para nada.

La segunda crítica que hay que realizarle al DRAE es la escasa uniformidad existente en la redacción de las definiciones. Es evidente que no todas las voces relacionadas con el flamenco se incorporaron al Diccionario en la misma época, pero aun así es chocante que cada entrada parezca estar redactada por personas diferentes; eso sí, todas ellas con el mismo —y limitado— conocimiento del flamenco. Si yo les preguntara a ustedes qué tienen en común una trucha, un besugo y un atún, seguramente todos me contestarían que los tres son peces. Y llevarían razón, claro; de hecho, pez es el hiperónimo que engloba a estos tres animales. Sin embargo, si usted le pregunta al Diccionario académico qué tienen en común bulerías, soleares y alegrías, no se encontrarán con la respuesta lógica: que son cantes y bailes flamencos. Como si los hiperónimos no existieran, la Academia emplea en unas ocasiones cante, en otras canto, en otras aire musical, en otras copla y en otras canción popular. Así, y según el DRAE, la bulería es un «cante popular andaluz»; la carcelera, un «canto popular andaluz»; la caña, una «canción popular andaluza»; la malagueña, un «aire popular de la provincia de Málaga»; la rondeña, una «música y tono característicos de Ronda», y la serrana, una «canción andaluza variedad del cante hondo». En fin, que parece que los cantes y bailes flamencos no existieran como tales. ¿Ningún lexicógrafo académico se da cuenta de algo tan evidente como esto?

Y nos queda la tercera crítica. La falta de claridad y precisión de las definiciones. En muchos casos no se especifica el étimo de las palabras, por lo que nadie puede saber que bulería,[7] por ejemplo, viene de burlería, y de ahí el carácter festero de esta variedad de cante y baile flamencos. En otras ocasiones, no se aclara si estamos ante un cante, ante un baile o ante ambas cosas, y sólo en algunas entradas se nos precisa qué tipo de métrica y compás tiene el cante en cuestión. Así, si busca usted petenera, se encontrará con que es un «aire popular parecido a la malagueña, con que se cantan coplas de cuatro versos octosílabos», pero se quedará sin saber que la petenera también es un baile. Si busca seguiriya (bueno, seguidilla gitana, según la RAE), conocerá usted la métrica del cante, pero no su compás; y justo lo contrario le sucederá con las soleares, entrada en la que se especifica el compás pero no la métrica. Un auténtico desatino lexicográfico, ya les digo. Puro DRAE.

Bueno, voy a ir terminando; y como ya remedé antes a Shakespeare, voy a cambiar de palo y a intentarlo ahora con Cicerón; a ver si ironizando con los clásicos latinos, los patricios de la lengua se dan por aludidos, que ya sé que no: ¿Hasta cuándo, Academia, hasta cuándo? ¿Hasta cuándo abusarás de nuestra paciencia flamenca? ¿Por cuánto tiempo se va a seguir burlando de nosotros los cabales este delirio tuyo llamado Diccionario? ¿Cuántos más como yo ahora tendrán que volver a escribir de lo mismo, a insistir en lo mismo, a repetir lo tantas veces repetido? ¿Cuántas tonás tendremos que cantarte, cuántas cantiñas, cuántas seguiriyas, cuántos mirabrás? ¿Cuándo tendremos de una vez el Diccionario que nuestra lengua se merece?

En fin, pura retórica, señal de que he dicho suficiente, así que acabo. Y como empecé de manera antiperiodística, no puedo sino terminar de la misma forma. Disculpen si dejé lo importante para el final:

El ninguneo del léxico flamenco es una de las deudas que, por antigua y por grosera, más mancha el ya manchado prestigio lexicográfico de la Real Academia Española y su diccionario general. Una deuda que los señoritos del idioma no quieren pagar porque a sus reales excelencias no les da su real y excelentísima gana. Una deuda contraída con los más desheredados: con los gitanos, con los jornaleros, con los analfabetos, con los arrabaleros, con todos los andaluces que tuvieron la osadía de utilizar la lengua de sus padres para crear nuevas palabras con las que cantar y bailar sus penas y alegrías. Una deuda con los verdaderos dueños y señores de la lengua.

Luis Carlos Díaz Salgado. Sevilla



[1] El problema que representa un DRAE lexicográficamente pobre estriba, sobre todo, en que el resto de diccionarios generales del español bebe de esta obra académica. Además, el DRAE es el diccionario con más prestigio de todos los existentes, y por eso debería ser científicamente impecable.

[2] Especialmente recomendables son las críticas de José Martínez de Sousa.

[3] El CREA y el CORDE. Ambos se pueden consultar en línea en la página web de la Real Academia Española.

[4] Los cantes de ida y vuelta son la guajira, la rumba, la milonga y la vidalita; aunque ninguno de ellos figure en el DRAE con su acepción flamenca (la vidalita ni siquiera eso). Todos ellos nacieron en América y fueron posteriormente aflamencados en Andalucía. La colombiana, otro cante flamenco también sin sitio en el diccionario académico, es — a pesar de su nombre— un cante nacido en España sin influencia americana, uno de los denominados cantes de levante.

[5] Según el DRAE, cante es la acción de cantar como baile es la acción de bailar; sin embargo, toque no figura como la acción de tocar (un instrumento).

[6] Esta fue la respuesta de Antonio Rodríguez Almodóvar publicada en el diario El País.

[7] También hay quien opina que proviene de bullería, de bulla. En casos como este se echa en falta la opinión académica propia de un diccionario normativo.

Perlitas de la lengua oriental

Perlitas de la lengua oriental Sabemos —o podemos imaginarnos fácilmente— cómo las gastan las campañas nacionales de alfabetización en tiempos de autoritarismos. La ideología del período de la dictadura militar en Uruguay (1973-1985) se reflejó en su política lingüística: nacionalismo, xenofobia, patriotismo, afirmación de la autoridad y preservación de la moral y las buenas costumbres. Sin embargo, también puede provocarnos una sonrisa: durante la Campaña Nacional de Alfabetización del año 1982, analizadas aquí por las lingüistas Graciela Barrios y Pilar Asencio a partir de los extractos de la prensa de la época, encontramos algunas perlitas (las negritas son mías).

El objetivo de la campaña: «eliminar el analfabetismo del territorio nacional» (El País, 12/9/1982). Este fue su desarrollo en la República Oriental del Uruguay, según refieren Barrios y Asencio:

Antes del inicio de cursos se realizó un entrenamiento a los maestros que participaron en la experiencia, y se distribuyó material didáctico en diferentes centros de estudio. Los cursos se llevaron a cabo entre el 10/5/1982 y el 8/9/1982; en Montevideo hubo más de 12 000 alumnos inscriptos, 10 000 de los cuales culminaron los cursos. De acuerdo con lo planificado, se anunciaba que «las personas que asistan regularmente a los cursos [...] aprenderán a leer, escribir y comprender lo que leen en un período de cuatro meses» (El Día, 10/5/1982).

Con una finalidad propagandística, las autoridades enfatizaron, en distintos eventos internacionales, que el costo de la campaña sería casi nulo. El mundo entero, y muy especialmente América Latina y el Caribe, se sorprendieron en los cónclaves educativos de México y Santa Lucía cuando la ministra Lombardo de de Betolaza, en la capital azteca, y el subsecretario López Estremadouro, en la isla caribeña, declararon ante sus pares del continente que la Campaña Nacional de Alfabetización no aparejaría prácticamente costo alguno al Uruguay. Un silencio sobrecogedor, según informaciones trascendidas de la propia UNESCO, rodeó las palabras de los jerarcas uruguayos. Un sentimiento de estupor y curiosidad llevó a los ministros de Cultura de todo el mundo y a los funcionarios docentes de distintos países a interiorizarse agudamente sobre las realizaciones uruguayas en ese sentido. La explicación vendría enseguida. Primaria abarca con su infraestructura todo el territorio nacional —no existe paraje donde no se levante una escuela pública—, y además los maestros que ejecutaron la campaña donaron a su pueblo las doscientas mil horas de clase que permitieron que 10 000 nuevos ciudadanos aprendiesen a leer y escribir (El País, 12/9/1982). [...]

La eliminación del analfabetismo constituye un acto de planificación lingüística que responde a una decisión de política lingüística: la de ampliar el acceso a la lengua escrita en la población. El crecimiento del nivel de alfabetización, legitimado mediante un discurso nacionalista, hace posible que la lengua estándar actúe más eficazmente como instrumento unificador de la comunidad.

[...] el discurso oficial de la época, reproducido por una prensa básicamente oficialista, establecía un estrecho vínculo entre alfabetización y distintos referentes de carácter patriótico:

«Asistirán [al acto de clausura de la campaña], con las personas recién alfabetizadas, el cuerpo de maestros, se cantará el Himno Nacional, y luego se continuará con la programación» (El País, 7/8/1982).

«Inmediatamente después de la celebración en el Cine Plaza, los noveles alfabetos, familiares y maestros se dirigirán por la Avda. 18 de Julio hacia la Plaza Independencia para depositar una ofrenda floral al pie del Monumento a Artigas. Cada alumno de los Centros de Alfabetización depositará su flor ante el Prócer» (El País, 2/9/1982).

La actitud de orgullo hacia la lengua estándar se manifestaba en varias referencias a los altos índices de alfabetización que ostentaba el Uruguay de la época:

«La campaña de alfabetización que se está cumpliendo en el Uruguay pone de manifiesto un loable propósito de alcanzar la perfección, poniendo al tope de la escala mundial en la materia, a un país cuyo índice de analfabetismo figura entre los más bajos del orbe» (El País, 2/6/1982).

En el mismo período en que se desarrollaba la campaña de alfabetización, las autoridades del gobierno de facto recorrían el país anunciando los «buenos resultados de la lucha contra la penetración idiomática»: «[...] la Dra. Raquel Lombardo de De Betolaza fue interrogada en torno a la labor que cumplen las autoridades de la enseñanza para evitar la penetración idiomática en regiones lindantes con Brasil.

»Sobre este tema anunció “buenos resultados” de la campaña. “Venimos cumpliendo varias realizaciones”, destacó [...]. “Hay móviles con material didáctico diverso, maestros dedicados a esta actividad y conjuntos folklóricos de coros y bailes quienes así tratan de contrarrestar la invasión idiomática extranjera”» (El País, 14/9/1982).

La campaña de alfabetización masiva subrayó también la estrecha relación existente entre el buen uso del idioma y las buenas costumbres del individuo. El inspector Adolfo Rodríguez Mallarini señalaba que «el éxito total de la empresa alfabetizadora» se obtendría si se lograba «plasmar hombres letrados y dignos» [¡en cuatro meses!, no puedo evitar la acotación]. La vinculación con lo ético conseguiría que quienes hicieran un «buen uso» de la lengua fueran poseedores de una superioridad moral respecto a quienes no cumplen con esta condición.

¿Más perlitas? En el artículo completo: aquí o aquí

Pilar Chargoñia (Montevideo, Uruguay)

Interpretación de «Las alarmas del doctor Américo Castro». O sobre la dificultad de divulgar el ingenio borgiano

Interpretación de «Las alarmas del doctor Américo Castro». O sobre la dificultad de divulgar el ingenio borgiano

El ensayo de J. L. Borges, «Las alarmas del doctor Américo Castro», incluido en el libro Otras inquisiciones (Emecé, Buenos Aires, 1960), donde responde a las palabras que Castro expresara en La peculiaridad lingüística rioplatense y su sentido histórico (Losada, Buenos Aires, 1941), debería poder leerse en la red. Es un texto relativamente corto, no es fácil de encontrar, el autor es universal, el tema, si no universal, sí de la lengua en que nos expresamos: reúne todas las condiciones, o muchas, por las que internet sería un sitio perfecto para que este ensayo fuera accesible a todos. Al pedir los permisos correspondientes a María Kodama y Emecé Editores S. L., estos me fueron denegados a través de su abogado, Mario Orlando.

Por ese motivo redacto lo que califico de interpretación del ensayo borgiano:

 

Interpretación de «Las alarmas del doctor Américo Castro»

de Jorge Luis Borges

 

Desde el comienzo, el autor argentino nos plantea un juego de espejos lingüísticos: si el académico Castro incurre en desmesura al calificar de problema a la variedad rioplatense, él, Borges, empezará diciendo que «La palabra problema puede ser una insidiosa petición de principio». No será menos desmesurado que Castro —que observa «un desbarajuste lingüístico en Buenos Aires»—, al ejemplificar que hablar del problema judío significará un postulado: que los judíos son un problema y por ello cabe recomendar su exterminio. Estos falsos problemas, dice, promueven soluciones que también son falsas, y los compara, para no ser menos que Castro —que lanza la teoría del «lunfardismo» y de la «mística gauchofilia»—, con un clásico de la literatura latina, la Historia natural, de Plinio, donde, al decir que los dragones atacan a los elefantes durante el verano, establece el postulado de que buscan beberles su sangre fría.

Nos dice Borges que, para demostrar la tesis de la corrupción del idioma español en el Río de la Plata, el doctor Castro echa mano a un recurso tan sofístico como candoroso, y lo califica de este modo para no poner en duda, nos aclara, su inteligencia ni su probidad. Castro acumula trozos literarios de autores que usan el lunfardo, sin percatarse de que este lenguaje es caricatural, intencional, un recurso literario: «Con un feca con chele / y una ensaimada / vos te venís pal Centro / de gran bacán». El académico, señala Borges, los califica de «síntomas de una alteración grave», cuya causa remota son «las conocidas circunstancias que hicieron de los países platenses zonas hasta donde el latido del imperio hispano llegaba ya sin brío». Del mismo modo, sigue el autor argentino, se podría argumentar que, según las coplas de Rafael Salillas (El delincuente español: su lenguaje, 1896), en Madrid ya no se habla español: «El minche de esa rumi / dicen no tenela bales; / los he dicaito yo, / los tenela muy juncales...»; comparado con el lunfardo, estos versos son aún más oscuros. Del lunfardo, Borges elige elige un ejemplo especialmente difícil, por su libre juego fonético: «El bacán le acanaló / el escracho a la minushia; / después espirajushió / por temor a la canushia...» (de Luis Villamayor: El lenguaje del bajo fondo, Buenos Aires, 1915).

En otras páginas de su obra, sigue diciendo Borges, el doctor Castro promete un libro más sobre el problema lingüístico de Buenos Aires, y también se ufana de entender un diálogo campero donde los personajes «usan los medios más bárbaros de expresión, que sólo comprendemos enteramente los familiarizados con las jergas rioplatenses». Pero Borges aclara que no hay jergas en Argentina, salvo el lunfardo, al que califica como «módico esbozo carcelario que nadie sueña en parangonar con el exuberante caló de los españoles». Esta última expresión la coloca entre paréntesis, y curiosamente, las oraciones intraparentéticas borgianas suelen ser directas, fuertes; opiniones vertidas dentro del texto que desnudan el pensamiento de su autor como si nos hablara distendidamente frente a un café. El lenguaje argentino no padece de dialectos, sigue diciendo Borges, pero sí de institutos dialectológicos que rechazan las jerigonzas que inventan, como el gauchesco, basados en Hernández y su Martín Fierro, el cocoliche, en el teatro popular de los Podestá y el vesre, en el lenguaje de los estudiantes liceales. Borges ha viajado por varias zonas españolas (Cataluña, Alicante, Andalucía, Castilla) y ha vivido en Valldemosa y Madrid, y dice: «no he observado jamás que los españoles hablaran mejor que nosotros. (Hablan en voz más alta, eso sí, con el aplomo de quienes ignoran la duda.)». Esta última frase es la que suele citarse con más frecuencia cuando se alude a la respuesta de Borges. Lo que en primera instancia puede parecer un sentimiento antiespañol es, en cambio, otro reflejo de la actitud antiargentina del doctor Castro.

Agrega Borges que el doctor Castro atribuye arcaísmo al lenguaje de los argentinos, comparándolo con los usos de San Mamed de Puga, en Orense; si estos olvidaron una acepción de una palabra, pues los argentinos deberán olvidarla también. El español, dice Borges, es facilísimo, nada dificultoso a pesar de sus imperfecciones (predominio de las vocales, excesivo relieve de las palabras, ineptitud para formar palabras compuestas); plantea que es arduo sólo para los españoles y, tal vez, aventura con suprema ironía, sea así porque los turban las atracciones del catalán, del bable, del mallorquín, del galaico, del vascuence y del valenciano; tal vez por un error de la vanidad; tal vez por cierta rudeza verbal (confunden acusativo y dativo, dicen le mató por lo mató, suelen ser incapaces de pronunciar Atlántico o Madrid...). Aquí cabe que nos preguntemos, retóricamente, sobre los sentimientos del escritor argentino: ¿hay molestia, furia, desprecio, o apenas fría ironía de espejos conceptuales?

En otras páginas, Borges enumera las supersticiones convencionales del doctor Castro: desdeña unos autores a favor de otros, niega nada menos que el tango (!) pero respeta las jácaras. Proscribe unas palabras, se resigna a otras... Ataca los idiotismos americanos, porque los idiotismos españoles le gustan más. Pretende arbitrariamente que se usen términos y expresiones españolas, y se equivoca mucho, como cuando dice que los porteños dan a la langosta el nombre de acridio, o cuando revela que taita significa padre en arrabalero.

Por si esta sarta de arbitrariedades fueran insuficientes, el estilo literario del doctor Castro es —y Borges da ejemplos contundentes— comercial, de una superficialidad de pensamiento que incluye el dislate: «Surge entonces lo único posible, el tirano, condensación de la energía sin rumbo de la masa, que él no encauza porque no es guía sino mole aplastante, ingente aparato ortopédico que mecánicamente, bestialmente, enredila al rebaño que se desbanda» (págs. 71 y 72). En la página 31 de su libro, el doctor Castro busca el término justo: «Por los mismos motivos por los que se torpedea la maravillosa gramática de A. Alonso y P. Henríquez Ureña» (pág. 31). Este estilo conjuga términos de la radiotelefonía y el fútbol, dice Borges, y nos muestra este texto de A. Castro: «El pensamiento y el arte rioplatense son antenas valiosas para cuanto en el mundo significa valía y esfuerzo, actitud intensamente receptiva que no ha de tardar en convertirse en fuerza creadora, si el destino no tuerce el rumbo de las señales propicias. La poesía, la novela y el ensayo lograron allá más de un “goal” perfecto. La ciencia y el pensar filosófico cuentan entre sus cultivadores nombres de suma distinción».

A sus errores y escasez culturales —según Borges—, el doctor Castro suma el ejercicio de la pobreza moral al decir: «Lanzarse en serio, sin ironía, a escribir como Ascasubi, Del Campo o Hernández es asunto que da en qué pensar». ¡El doctor Castro —me asombro yo— está hablando de los clásicos de la literatura rioplatense! ¿Cómo reaccionarían los españoles si un académico argentino despreciara a sus autores clásicos, a aquellos que supieron interpretar el alma —y el lenguaje— de su pueblo? Borges se limita a transcribirnos las últimas estrofas del Martín Fierro (1872), del poeta y periodista José Hernández (Buenos Aires, 1834-1886). Parafraseando al doctor Castro, Borges nos pregunta, también en serio y sin ironía, quién resulta más dialectal, si el cantor del Martín Fierro o el pésimo redactor que es el doctor Castro.

Finaliza su respuesta con una de una sorna que nos obliga a hilar fino y comprender que el juego de los espejos ha sido llevado al máximo: el doctor Castro ha enumerado algunos escritores cuyo estilo es correcto; a pesar de la inclusión de mi nombre en ese catálogo, no me creo del todo incapacitado para hablar de estilística.

Touché!

 

Pilar Chargoñia (Montevideo)

Inefable RAE: navegar «las altamares», o sea, la nada

Inefable RAE: navegar «las altamares», o sea, la nada

El Diccionario panhispánico de dudas (DPD) es una fuente inagotable de sabrosos absurdos. Algunos ya los tengo señalados en este blog. Hoy hablaré de la entrada altamar.

Esta obrita (¿u obreja?) dice, en altamar:

‘Parte del mar que está a bastante distancia de la costa’: “El suelo se movía como la cubierta de un barco en altamar” (Jodorowsky Pájaro [Chile 1992]). Aunque todavía es mayoritaria la grafía en dos palabras alta mar, no es infrecuente y resulta preferible la grafía simple altamar, ya que, normalmente, el primer elemento del compuesto se hace átono y ambas palabras se pronuncian como si fueran una sola. Como evidencia el género del adjetivo, este compuesto es femenino: la altamar, la alta mar (y no el altamar, el alta mar).

La frecuencia. El Corpus Diacrónico del Español (CORDE) presenta 10 ejemplos de altamar y 631 de alta mar; porcentaje de un uso respecto al otro: 1,58 %. El Corpus de Referencia del Español Actual (CREA) presenta 68 casos de altamar (casi todos de la prensa, que, notoriamente, no brilla por competencia lingüística) y 439 de alta mar; porcentaje de un uso respecto al otro: 15,4 %. Estos numeritos le sobran al DPD para decir que el uso de altamar no es infrecuente. No es que sea infrecuente: es casi inexistente.

Grafía preferente. Los señores académicos no explican por qué es preferible la grafía altamar, pese a que sea mayoritaria la otra (¡y cómo que lo es!). Tengo para mí que este debe de ser uno de los vocablos de lo que algún cerebro burocratizado ha llamado “norma panhispánica pluricéntrica” para no decir, como haría cualquier lingüista independiente, “norma de las distintas variantes del castellano”.

En realidad, alta mar significa ‘mar profundo’, como aguas altas significan ‘aguas profundas’. Los buenos escritores del pasado, conociendo el instrumento que usaban, decían altas mares o altos mares para indicar el mar abierto, lejano de la costa, donde las sondas con que se medía la altura de la columna de agua situada debajo de la quilla no tocaban nunca el fondo. Pues esto: agua alta, alta mar.

Primer elemento átono, pronunciación en una sola palabra. El DPD quiere justificar su singular preferencia ortográfica con una explicación absurda. Si esta explicación (elemento átono, pronunciación en una sola palabra) fuera norma aplicada a todas las grafías, las obras académicas deberían registrar donnadie (tal como registran donjuán), pero no lo hacen; nos cuenta, en cambio, que debemos escribir don nadie. Seguro que estas divergencias deben atribuirse a los gustillos o gustazos de los distintos redactores de las obras académicas.

Compuesto femenino porque lo indica el adjetivo de «altamar». Pongamos que así sea. La RAE debería explicar por qué considera masculino el compuesto aguamanos, formado evidentemente con un femenino singular y un femenino plural. Es evidente que no hay explicación: es así porque tal es el uso. O sea: la RAE no ha explicado nada respecto al género de altamar.

Resulta cómico que la Academia afirme en una de sus obras que alta mar es un compuesto. Sin embargo, lo hace al escribir: «[...] este compuesto es femenino: la altamar, la alta mar [...]». En fin, terminología lingüística de aprendices.

El DPD, al decir que el compuesto es femenino y no indicar que carece de plural, sugiere que este se da y que solo puede ser las altamares. Si esta aberración no se da, puede que llegue a darse por obra y gracia de la llamada «norma panhispánica» impartida generosamente por la RAE.

Me he preguntado por qué a alguien se le ocurrió escribir altamar. Acaso esta persona oyó campanas, sin localizar el campanario, y, siendo gramático de secano, hizo un razonamiento poco aceptable. Sus campanas debieron de ser las palabra bajamar y ple(n)amar (con sus significados de ‘marea baja’ y ‘marea alta’); su razonamiento debió de consistir en esto: si se dan bajamar y ple(n)amar, ¿por qué no ha de darse altamar? Lo primero que se le ocurre a cualquiera es que altamar o alta mar no significa ‘marea alta’, sino ‘mar profundo’. Ahora bien, esto no tiene relevancia alguna para el gramático de secano.

Lo malo es que mucha gente toma en serio, con total buena fe, lo primero que la RAE publica. Luego, la RAE cantará victoria diciendo: “Está en el uso”. Y así se construye lo que llaman burocráticamente norma panhispánica pluricéntrica.

Jordi Minguell Roselló (Roma)

Inefable DPD: sobre las entradas 'aga o agá', 'agá (o aga) kan o jan,' 'kan' y 'sah'

Inefable DPD: sobre las entradas 'aga o agá', 'agá (o aga) kan o jan,' 'kan' y 'sah'

Las voces que se comentan en esta nota están sacadas, para referencia del lector, del Diccionario panhispánico de dudas (DPD), consultable en la página www.rae.es.

Leyendo esta obra con la intención de encontrar incoherencias o errores históricos y conceptuales, es fácil hacer buena cosecha. Tomo en consideración las entradas (1) aga o agá, (2) agá (o aga) kan o jan, (3) kan y (4) sah. Según el DPD:

agá o aga. 1. Originalmente, ‘individuo que, en ciertos países musulmanes, desempeña una jefatura, especialmente de carácter militar’: «El agá hizo arrojar por sobre las murallas el siniestro crucifijo» (Lugones Milagro [Arg. 1906]). Hoy se emplea como mero título honorífico o de nobleza. Esta voz de origen turco presenta dos acentuaciones en español, la aguda etimológica agá (pl. agás;plural, 1b) y la llana aga (pl. agas;plural, 1a), también válida.

2. agá (o aga) kan o jan. ‘Título del jefe espiritual de una de las ramas de los musulmanes chiíes’. La pronunciación etimológica del segundo elemento de esta locución es [ján], voz del turco antiguo que significa ‘señor o príncipe’; de ahí la grafía agá (o aga) jan, válida, aunque muy minoritaria. Más usual es la pronunciación [kán], que justifica la grafía agá (o aga) kan, la más recomendable en español, pues la voz kan se documenta ya desde antiguo como nombre del jefe o príncipe de los tártaros (→ kan). No debe escribrise Marca de incorrección.khan, grafía que corresponde a otros idiomas, como el inglés o el francés. Como ocurre con todos los títulos de dignidad o cargo, no es obligatoria, aunque sí frecuente, su escritura con mayúscula inicial (→ mayúsculas, 4.31 y 6.9); así, puede escribirse agá (o aga) kan o Agá (o Aga) Kan. Lo que no está justificado es escribir con mayúscula solo uno de los dos elementos de la locución: Marca de incorrección.agá (o aga) Kan.

kan. ‘Jefe o príncipe de los tártaros’: «La derrota del ejército del Kan se debió a que los japoneses fueron siempre feroces y temidos hombres de caballería» (Bonfil Simbiosis [Méx. 1993]). Es voz de origen turco, documentada en español desde época medieval. La grafía kan es la única vigente en el uso, ya que la variante can, frecuente con este sentido hasta época clásica, es hoy inusitada, y la forma jan, más cercana al étimo turco, es muy minoritaria. No debe escribirse Marca de incorrección.khan, grafía que corresponde a otros idiomas, como el inglés o el francés. Su plural es kanes (→ plural, 1g). [...]

sah. ‘Rey de la antigua Persia, hoy Irán’: «El sah de Persia creó premios anuales para los maestros» (Hora [Guat.] 3.5.97). Esta es la grafía recomendada en español para transcribir esta voz de origen persa. Se recomienda evitar las grafías anglicadas Marca de incorrección.shah y Marca de incorrección.sha.

Parece evidente que la RAE conoce muy mal a los turcos. Lo primero que acaso debía decir la egregia institución es que, en turco, se escribe ağa y que esta g con el diacrítico, llamada yumuşak g (= g blanda), no representa ningún sonido consonante, sino solo la duplicación de la vocal precedente. O sea, la palabra ağa representa el sonido /aaá/.

Esta palabra tuvo distintos usos y significados durante el Imperio Otomano. La República turca la abrogó como título de nobleza u honorífico (contrariamente a lo que dice el DPD); actualmente (algo que el DPD no dice), esta palabra es usada por la gente sencilla con el significado que suele o solía darse al castellano maestro o jefe referido a una persona de mayor rango laboral o algo por el estilo.

Lleva relativamente razón el DPD al decir que la acentuación etimológica de ağa es aguda. Ahora bien, la tónica turca (exceptuadas las oraciones negativas) es casi una entelequia para un oído hispano. Por otro lado, dada la estructura aglutinante de esta lengua, el acento tónico prácticamente no es distintivo (exceptuadas las oraciones negativas).

El DPD hace saber que la pronunciación etimológica de kan es /ján/ [¿qué pinta ahí la tilde?]. Bueno, la pronunciación etimológica de esta palabra es doble: /jan/ [escrito han en turco de hoy] y /kaán/ [escrito kaan en turco de hoy]. O sea, el DPD dice lo que mejor le parece sobre esta pronunciación etimológica.

La obrita académica afirma: «la voz kan se documenta ya desde antiguo como nombre del jefe o príncipe de los tártaros» y «la grafía kan es la única vigente en el uso, ya que la variante can, frecuente con este sentido hasta época clásica, es hoy inusitada». ¿En qué quedamos? Otra vez dicen lo que quieren: «la voz kan está documentada desde antiguo» y «la grafía can fue frecuente hasta la época clásica». Naturalmente, la grafía kan (referida al cargo de que hablamos) no aparece ni una sola vez en el corpus histórico de la RAE. ¿Qué importa? Si los hechos no cuadran las afirmaciones, acaso se puedan cambiar los hechos.

Resulta sensacional que el DPD rechace las grafías shah y sha por anglicadas y recomiende sah. La hache final es etimológica, puesto que figura en la palabra persa. Ahora bien, ¿qué significa en castellano? Parece una incrustación etimológica hija, probablemente, del prurito de algún señor que sabe leer el alfabeto árabe. Muy docta esta hache, no cabe duda; pero también inútil y contraria a las mismas normas de la RAE.

Hasta la próxima.

 

Jordi Minguell Roselló (Roma)

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